Flaubert sobre Dumas (padre)


Me reí bastante con tu descripción de la entrada de Béranger en casa de Dumas, cuando vio a la dama en camisón. ¡Qué buen tipo ese Dumas! ¡Y qué distinción de modales! ¿Sabes que ese hombre, si carece de estilo en sus escritos, lo tiene en su persona, y rabiosamente? Él mismo daría pie para un bonito personaje, pero ¡qué lástima que tan hermosa disposición haya caído tan bajo! Producir lo más barato posible, en la mayor cantidad posible, para el mayor número posible de consumidores. No le leían tanto cuando escribía Angèle. Ahora le lee todo el mundo, debido a que se bebe más habitualmente Médoc corriente que Lafitte. Por mucho que se diga, hay, hasta en las artes, popularidades vergonzosas; la suya entre ellas. 


GUSTAVE FLAUBERT, carta a Louise Colet enviada desde Croisset el 15 de septiembre de 1846, incluida en Cartas a Louise Colet, Obras completas, III, Aguilar, Barcelona, 2004, traducción de Ignacio Malaxecheverría, págs. 351 y 352

Shaw sobre Conrad


Cuando Conrad conoció a Shaw en mi casa, Shaw, con su acostumbrada franqueza, le dijo: “Amigo mío, sus libros de usted no valen nada…” y dio algunas razones que he olvidado.

Yo salí de la habitación y Conrad vino detrás de mí ligero y pálido. “Este hombre me está insultando”, me dijo.

Responderle que “sí” y tener que asistir a un duelo, era demasiado. Le aplaqué diciendo: “Humorismo”, y me lo llevé al jardín para que se refrescase. A Conrad se le confundía siempre diciéndole “humorismo”. Era uno de nuestros trucos ingleses que él nunca supo comprender.


H. G. WELLS, La lucha por la vida (páginas autobiográficas), Colección Austral, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1944

Baroja sobre France


Si yo tuviera la humorada fantástica de querer comparar mi vida con la de Anatole France; ¡qué abismo! “¿Por qué con Anatole France?” —me preguntará alguno—. Porque era un escritor a quien vi varias veces hace años, aunque no hablé con él, y que representaba el máximo de la fama en su tiempo. Para explicar la diferencia de una manera satisfactoria si fuera algo comprobable como un análisis químico, tendría que ser porque los libros de France sometidos a éste fueran como objetos compuestos de oro, de platino y de pedrerías y los míos hechos de plomo, de estaño y de pedazos de cristal turbio.

Yo no tenía por este escritor la más mínima simpatía. Toda la cursilería y toda la pedantería de Europa y de América reunidas habían decidido que Anatole France era la síntesis de la espiritualidad del mundo. En él estaban reunidos y condensados Luciano y Shakespeare, Cervantes y Swift, Rabelais y Voltaire. Bernad Shaw le llamaba genio en el prólogo de Santa Juana de Arco. Esta opinión me hizo desconfiar del viejo dramaturgo inglés.

Desde aquella época yo con cierta malevolencia, siempre que tuve que hablar en periódicos o en libros de Anatole France, hablé mal de él, sobre todo de sus obras filosóficas como “El jardín de Epicuro”, que me parecían de un sanchopancismo, de una vulgaridad aterradora.

Únicamente encontraba a la altura de su mediocridad el libro de Maeterlink, titulado “El tesoro de los humildes”, que se podría llamar “El tesoro de las vulgaridades”.

El repetir que la literatura de France era hueca, petulante y amanerada, hizo que algunos conocidos míos llegaran a considerarla no como una maravilla como la creía el público.

La gente que le seguía, que tenía la tendencia a creerse en todo al cabo de la calle y la seguridad en su cursilería, vaciló un poco con el tiempo y comenzó a pensar que no eran grandes descubrimientos los de Anatole France y que podía suceder que no hubiese dicho más que vulgaridades.

A mí el hombre me era bastante antipático por su literatura erudita y amanerada y por su aire de gendarme. Tenía una cabeza de pepino, cara como de zuavo de pipa, un cuerpo de gigante, manos enormes, pies enormes y con todo ello un endiosamiento terrible.

Yo lo vi dos o tres veces en una estampería de la calle del Sena, próxima al instituto y una de estas veces con dos señoras jóvenes y elegantes que lo mimaban y lo halagaban llamándolo a cada paso “querido maestro”.

Yo no me creo envidioso. Si lo fuera lo diría sin molestia. No tengo constitución hepática. No tiendo en la vejez a ponerme verde sino incoloro. Si France hubiera sido un tipo a lo Byron o a lo Shelley elegante y bonito, me hubiera gustado verlo entre damas que lo miraran y lo contemplaran, primero porque esos poetas eran de más altura intelectual que el prosista, luego porque aquel hombre pavoneándose con su facha de sargento me molestaba.

Es lógico que los escritores que no hemos tenido éxito ni hemos ganado dinero ni hemos tenido el halago de las grandes damas, veamos con antipatía al hombre que llega al Olimpo con méritos que no nos parecen muy auténticos y se pavonea en él.

Se dirá que no es una cosa bonita, pero es muy humana y no es un sentimiento innoble ni vil.


PÍO BAROJA, fragmento de Los llamados y los elegidos, recogido en Desde el exilio, Caro Raggio, Madrid, 1999

Vargas Llosa sobre Neruda


TENGO A la poesía de Neruda por la más rica y liberadora que se ha escrito en castellano en este siglo, una poesía tan vasta como es la pintura de Picasso, un firmamento en el que hay misterio, maravilla, simplicidad y complejidad extremas, realismo y surrealismo, lírica y épica, intuición y razón y una sabiduría artesanal tan grande como capacidad de invención. ¿Cómo pudo ser, la misma persona que revolucionó de este modo la poesía de la lengua, el disciplinado militante que escribió poemas en loor de Stalin y a quien todos los crímenes del estalinismo —las purgas, los campos, los juicios fraguados, las matanzas, la esclerosis del marxismo— no produjeron la menor turbación ética, ninguno de los conflictos y dilemas en que sumieron a tantos artistas? Toda la dimensión política de la obra de Neruda se resiente del mismo esquematismo conformista de su militancia. No hubo en él duplicidad moral: su visión del mundo, como político y como escritor (cuando escribía de política) era maniquea y dogmática. Gracias a Neruda incontables latinoamericanos descubrimos la poesía; gracias a él —su influencia fue gigantesca— innumerables jóvenes llegaron a creer que la manera más digna de combatir las iniquidades del imperialismo y de la reacción, era oponiéndoles la ortodoxia estalinista.


MARIO VARGAS LLOSA, Contra viento y marea (II), Seix Barral, Barcelona, 1986, págs. 409-410

Canetti sobre Nietzsche


La locuacidad de Nietzsche.

¡Con qué presunción repartió miles de ceros!

[...]

Todo cuanto tienes que decir guarda relación con lo "pequeño". Ese es tu contenido. Tu hostilidad contra lo "grande", contra lo "sano", contra los "nervios", contra "las alturas", en una palabra: contra Nietzsche. 


ELIAS CANETTI, Apuntes 1992-1993, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1997, traducción de Juan José del Solar, págs. 97 y 126

Ford sobre Wilde


Siempre detesté a Wilde intensamente, ligeramente como escritor e intensamente como ser humano. Sin duda que de joven fue hermoso, frágil e iluminado. Pero cuando yo lo conocí era pesado y obtuso.


FORD MADOX FORD, Amistades literarias, Ediciones Universidad Diego Portales, Chile, 2010, traducción de Juan Manuel Vial, pág. 20

Giono sobre Balzac


No me gusta Balzac. Acaba de hacer cuarenta años que releo a Balzac cada año. Balzac empieza describiéndote Francia. En Francia, te describe una provincia, en una provincia te describe un valle, en el valle te describe un castillo, en el castillo te describe una escalera; la escalera llega a un descansillo, en el descansillo hay unas puertas; te describe las puertas, y luego te describe una habitación, y entramos en la habitación y se acaba la novela. Precisamente en ese momento es cuando suele empezar la novela de Stendhal.


JEAN GIONO, recogido por Julio Cerón en el artículo “El único valor estable, en su infinita mediocridad es Fernán Caballero, la Brahms de nuestra novela”, ABC, 21 de diciembre de 1991

Tolstói sobre Chéjov


Chéjov contó a su amigo Bounine la visita que una vez realizó a Tolstoi. Estaba asustado. “Francamente, me daba miedo”. Tardó una hora en elegir un pantalón adecuado. Al final del encuentro, “en el momento en el que me levanté para despedirme, me tomó de la mano y me dijo: “Abráceme”. Lo hice y, mientras lo hacía, me susurró al oído con una voz de viejo jadeante: “No soporto sus obras. Shakespeare escribía como un cerdo, pero lo suyo es peor”. Chéjov lo contaba riéndose, pero basta haber leído los diarios de Tolstoi para saber que sus palabras no iban en broma. Fue una bestia parda. Insoportable, sin duda.


IÑAKI URIARTE, Diarios 1999-2003, Pepitas de calabaza, Logroño, 2015


Beauvoir sobre Montherlant


“Como el burro de las norias árabes, giro y giro, ciegamente y marchando sin cesar sobre mis huellas. Pero no saco agua fresca.” Hay poco que añadir a esta confesión que firmaba Montherlant en 1927. El agua fresca nunca brotó. Quizá Montherlant hubiera debido encender la hoguera de Peregrinus: era la solución más lógica. Prefirió refugiarse en su propio culto. En lugar de entregarse a este mundo que no sabía fertilizar, se contentó con mirarse en él; y ordenó su vida en función del interés de este espejismo visible solo para sus ojos. “Los príncipes se sienten cómodos en cualquier circunstancia, incluso en la derrota”, escribió, y porque se complace en la derrota, se cree rey. Ha aprendido de Nietzsche que “la mujer es el entretenimiento del héroe” y cree que basta con entretenerse con mujeres para ser consagrado héroe. Y el resto por el estilo. Como dice Costals: “En el fondo, ¡menuda risa!”


SIMONE DE BEAUVOIR, El segundo sexo, Vol. I: Los hechos y los mitos, Ediciones Cátedra, Madrid, 2000, traducción de Alicia Martorell

Sabato sobre Borges


PREGUNTA: ¿Considera a Borges como a un escritor preciosista?
ERNESTO SABATO: Es indudable que buena parte de su obra es bizantina y que en buena medida el acento está colocado sobre lo puramente estético, lo que nunca podría decirse de Dante, de Shakespeare, de Tolstoi, de Dickens, de Kafka; escritores poderosos en que el acento está colocado sobre la Verdad y en los que la belleza se da como consecuencia, porque esa Verdad es expresada mediante el gran resplandor poético, con la belleza a menudo terrible que es característica de estos testigos trágicos de la condición humana. Sí, en Borges se incurre a veces en lo precioso, y es por eso que lo admiran ciertas personas. Pero una de las peores desdichas de un creador es que lo admiren por sus defectos. De modo que los genuinos defensores de Borges no son esas personas sino gente como nosotros: los que reconocemos lo que en él hay de admirable y queremos rescatarlo de entre su preciosismo. Está de moda en la izquierda argentina repudiar a Borges: escritores que no le llegan a los tobillos nos dicen que Borges es inexistente. Eso revela que ni siquiera son buenos revolucionarios, pues el que no sabe qué de trascendente tiene la cultura de una comunidad no está maduro para reemplazar a esa comunidad. Los que venimos detrás de Borges, o somos capaces de reconocer sus valores perdurables o ni siquiera somos capaces de hacer buena literatura. 


ERNESTO SABATO, El escritor y sus fantasmas, Seix Barral, Barcelona, 2004

Baroja sobre Unamuno


Realmente yo no creo que las condiciones intelectuales de don Miguel de Unamuno, aunque fueran grandes, justificaran un concepto tan extraordinario de sí mismo como él tenía. Unamuno se creía todo. Era sin proponérselo filósofo, matemático, geógrafo, filólogo, naturalista, arquitecto, además de vidente y de profeta.

Creía que las cosas eran de una simplicidad extraordinaria y que de esta simplicidad nadie se había dado cuenta hasta que él la advirtió. Un amigo suyo me contaba hace años los consejos que había dado Unamuno a un hijo suyo que por entonces era estudiante de medicina, como una muestra de genialidad. 

Don Miguel le decía a su hijo: “Toda la práctica de la medicina está en aprender bien el casillero”.

—¿Qué quería decir con eso? —pregunté yo.
—Con esto indicaba el arte del diagnóstico.
—Tú ves, por ejemplo —añadía dirigiéndose a su chico—, una persona que tiene fiebre, dolor de costado, esputo rojizo, se marca en el casillero los tres síntomas y sale pulmonía y se busca el remedio.
—Sí, si la medicina fuera eso, evidentemente no habría nadie que no fuera un médico regular, pero la medicina no es eso —dije yo.
—¿Usted cree que no? —preguntó el amigo de Unamuno.
—Naturalmente que no; si la medicina fuera así, claro que bastaría el casillero o un librito con los síntomas de las enfermedades y luego el tratamiento. Pero la medicina no es así. Se está en un hospital de interno, es decir, de aprendiz, se sabe ya algo de patología médica que se ha estudiado en el libro y viene un enfermo viejo; tiene poca fiebre, algo de dolor de cabeza y dice que le duele en la región del hígado. Piensa uno si se tratará de algo intestinal o de algo hepático, pero no de cosa muy grave. Al día siguiente viene el médico de la sala, hombre experimentado, reconoce al enfermo bien, con calma, lo examina, lo ausculta y señala como diagnóstico: pulmonía y como pronóstico, muy grave, y el enfermo tiene una pulmonía y se muere. Otras veces ocurre todo lo contrario: es un hombre joven que siente un dolor de costado fuerte, le duele la cabeza, tose y dice que ha pasado mucho frío, parece que tiene pulmonía y no tiene pulmonía, sino un dolor artrítico que a los dos días le ha desaparecido. En la práctica y al principio de ejercer el oficio, no son los matices de las enfermedades los que no se advierten, sino las cosas en bloque; no es la variedad ni el matiz el que se escapa, sino es el género.
—Pero hay enfermedades claras.
—Efectivamente, hay enfermedades claras que se presentan con su cuadro clásico, de síntomas y entonces las conoce el médico y la cocinera, pero hay otras, la mayoría, que se muestran obscuras y larvadas. En estos casos se puede decir que no hay enfermedades sino enfermos. Aquí no hay casillero que valga y el buen médico acierta por intuición, casi por adivinación. De cuatro o cinco síntomas se advierte claramente uno y éste a veces confuso. Si lo del casillero fuera verdad, en quince días se haría uno un buen médico y se puede decir que hay médicos que ni en quince ni en veinte años saben su oficio, porque no tienen condiciones para él.

Al ver que yo no celebraba esta idea del casillero tan simplista y tan trivial, el amigo de Unamuno se quedó un poco decepcionado. Yo le dije que estas originalidades, poco originales, me recordaban las de un profesor Letamendi que yo padecí cuando fuí estudiante de San Carlos. Letamendi, como Unamuno, tenía la misma omnisciencia y la misma seguridad en sus ideas y en lo que creía que eran sus descubrimientos. Muchas veces pensaba que una frase retórica era un hallazgo o una revelación.

Unamuno, como Letamendi, no oía a nadie, fuera quien fuese con quien hablase.

Hace unos años, un día por la mañana, me telefoneó Jiménez Caballero y me dijo si quería ir a su casa a comer en compañía de Keyserling. Yo le contesté:

—Prefiero no ir. Me figuro que será un tipo de estos soberbios, que se sienten superhombres y se creen por encima de todo.
—No, no lo crea usted, es persona amable y muy accesible. Ya verá usted, voy a buscarle a su casa.

Efectivamente, vino y fui con él. Me persuadí de que Keyserling es hombre amable y ameno, que habla, pero también escucha. Yo no le debí causar mala impresión, porque le dijo a mi hermana después, que yo era un hombre charmant, juicio un poco en contra de los que han afirmado que soy un tipo seco y antipático.

Se habló en la comida de autores y de políticos y Keyserling se refirió a una conversación que tuvo en Hendaya con Unamuno cuando éste se hallaba desterrado durante la dictadura.

—¿Y ya le dejó a usted hablar? —le pregunté yo.
—No. Habló sólo él.

Yo creo que Unamuno no hubiera dejado hablar por su gusto a nadie. No escuchaba. Le hubiera explicado a Kant lo que debía de ser la filosofía; a Riemann o a Poincaré, lo que era la matemática; a Planck y a Einstein, el porvenir de la física; a Frobenius, la etnografía de Africa, y a Frazer, los problemas del folklore. No le hubiera indicado a Mozart o a Beethoven lo que tenía que ser la música porque había decidido que la música no era nada y no valía la pena de ocuparse de ella, porque a él no le gustaba.

Unas chicas vascas, recién llegadas a Madrid, me dijeron en casa, hace unos años, por la tarde, que querían ir de noche al Ateneo a oír unas poesías que iba a recitar Unamuno. Yo les di una carta para el secretario de la sociedad de la docta casa, como se la llamaba, y las dejaron entrar. A los dos o tres días vi que se mostraban muy incómodas:

—¡Qué hombre, dijeron, ese Unamuno!
—¿Pués qué pasó?
—Que estuvo muy antipático con el público. Dijo que no tenía ganas de leer nada, que tenía sueño, que no sabía por qué le habían invitado a una cosa que le fastidiaba y amabilidades por el estilo.

En la redacción del periódico “España”, donde yo colaboré al principio, comenzó a presentarse Unamuno. Se sentía dictador. Si había cinco o seis personas en la redacción, se sentaba en medio de todos y hablaba. No aceptaba la menor réplica ni la más pequeña de las colaboraciones. Decía, por ejemplo, de alguno:

—Es un hombre negado.

Si alguien intentaba reforzar su opinión y añadía:

—Ciertamente, es algo torpe.

Unamuno replicaba con un tono imperativo:

—No, es un hombre negado.

Si contaba una anécdota o una frase ingeniosa a tres personas y venía otro de la calle, la volvía a contar. A alguna gente la trataba muy ásperamente.

Yo, cuando oía un calificativo duro sobre cualquier pobre hombre amigo, me levanta y decía:

—Bueno, señores, hasta mañana —y me iba.

Por estas fugas mías Unamuno debía creer que yo tenía algún motivo de hostilidad contra él, pero no tenía ninguno.

Yo pienso que en países como España, los escritores debían tomar una actitud discreta y esfumada, primero porque es la lógica en un país donde no se les quiere, segundo porque sino las gentes les toman mucho odio. A algunos no les importa ese peligro y adquieren un aire tan suficiente y tan ridículo que atraen todas las cóleras. Verdad es que, por el otro camino del aislarse y no destacarse, tampoco se consigue simpatías.

Yo, al menos, no he aceptado nunca que delante de mí se trate sin motivo, de una manera agria o descortés, a una persona conocida o amiga. No se lo aceptaría no ya a Unamuno, ni a Cervantes, ni a Shakespeare, si viviera. Por una cuestión por el estilo casi reñí una vez con Ramiro de Maeztu. Estábamos en la redacción periódico de San Sebastián titulado “El Pueblo Vasco”, el año 1903 ó 1904, varias personas, entre ellas, Maeztu, el director del periódico, Juan de la Cruz; el escritor Grandmontagne, americano de adopción, y un joven del pueblo llamado Vignau. Se habló de un artículo de Grandmontagne que había asegurado que en España no se fabrica apenas papel. Vignau le dijo:

—Creo que está usted un poco engañado en esa cuestión. Si usted quiere yo le acompañaré con mucho gusto a visitar algunas fábricas de papel de Guipúzcoa y verá usted que no son tan desdeñables.

—¿Para qué voy a ir a verlas, yo que he estado en las fábricas de papel de los Estados Unidos?

—Perdone usted —le dijo Vignau—. Esto me parece lo mismo que si yo le invitara a comer a mi casa y usted me contestase que había comido en los mejores hoteles del mundo.

—La opinión de usted me tiene sin cuidado —dijo Grandmontagne.

Entonces yo me levanté de la silla y dije:

—¡Bueno, adiós!

Por la noche, Maeztu me preguntó por qué había tomado aquella actitud y yo le contesté:

—Porque me pareció impertinente y grosera la contestación de Grandmontagne.

Maeztu, que entonces era todavía nietszcheano, dijo con empaque que se tenía derecho a ser grosero cuando se era un hombre superior, dando a entender que Grandmontagne y él lo eran, y yo le contesté que no veía en nada la superioridad de Grandmontagne ni la suya.

Unamuno era de una intransigencia extraordinaria, no oía a la gente; así que todo lo que decía no tenía más que la propia comprobación.

Algunas cosas de orgullo dijo bastantes absurdas y antipáticas como esa frase refiriéndose a los extranjeros: ¡Que inventen ellos! El inventar es el gran prestigio y el gran honor de los pueblos. Los españoles inventaron en su tiempo héroes literarios: El Cid, Don Juan, Don Quijote, la Celestina. Si no han inventado después en materia científica ha sido porque no les han dado enseñanza y medios para realizar descubrimientos. En algunas cosas, Unamuno tenía salidas de cura. Al artículo de un joven que hablaba con entusiasmo de Kant contestó que habría que ver si el filósofo serviría para tener hijos. Naturalmente nadie elegiría en su tiempo a Kant para padrear.

Poco después de conocer a Unamuno le encontré yo en un tranvía que iba de la estación del Norte a la Puerta del Sol. Era un sábado, venía él de Salamanca. Me preguntó qué hacía yo los domingos por la tarde. Yo contesté con vaguedad y me dijo que fuera al día siguiente a un café de la calle de Alcalá, cerca de la iglesia de las Calatravas, café que ya no existe. Fui y me preguntó:

—¿Tiene usted que hacer algo esta tarde?
—No.
—Entonces le voy a leer un capítulo de una novela mía: “Amor y pedagogía”.
—Bueno —dije yo.

El capítulo se convirtió en dos, en tres, en cuatro y me leyó todo el libro. Esto me pareció verdaderamente abusivo y ofensivo.

Unamuno era en todo intransigente. A mí me decía que un pequeño cuento mío titulado “Mari Belcha”, que aparece en “Vidas Sombrías”, primer volumen que yo publiqué, debía ponerlo en verso. A mí me parecía la idea absurda porque yo tengo poco sentido verbal y una falta absoluta de curiosidad por la métrica. Una vez insistió tanto en la recomendación que yo le dije:

—Yo, de escribir algo efusivo, tierno, lírico, del campo vasco, cosa que siento con verdadero fervor, escribiría versos en vascuence con la rima más pobre y con el menor sentido latino posible.

Esta idea le pareció una verdadera insensatez, una aberración, y refutó con mil argumentos de todas clases que a mí no me convencieron; pero, en fin, me callé sin replicar.

Otra muestra de la intransigencia de Unamuno la dió por esta época hacia el mismo tiempo. Iba yo una tarde por la Carrera de San Jerónimo con él cuando apareció Valle Inclán en sentido contrario. Eran por entonces hostiles en teorías literarias y no se reconocían ningún mérito el uno al otro. Yo estaba más de acuerdo con las ideas de Unamuno que con las de Valle Inclán, pero como hombre poco dogmático no creía que estas cuestiones estéticas fueran suficientemente graves para reñir por ellas.

Al encontrarse conmigo se pararon los dos; yo pensé por su aspecto que querían conocerse y hablarse, y los presenté, pero de pronto se desarrolló una hostilidad tan violenta y tan rápida entre ellos que, a una distancia de ochenta a cien metros, se insultaron, gritaron, se separaron, y yo me quedé solo. Luego, veinte o treinta años más tarde, se hicieron amigos y me dijeron que se veían en el Ateneo.

—¿Y ya se entienden? —pregunté a alguno de los que iban a la docta casa.
—No, cada uno tiene su tertulia, pero el que lleva siempre la voz cantante es don Miguel.

Unamuno tenía algunos rasgos físicos e intelectuales comunes con Valle Inclán.

El vasco tenía el cráneo pequeño y la frente huída; la cabeza de Valle Inclán era muy chica y alta como una casa estrecha de muchos pisos. En Galicia, entre la gente del pueblo, ví que era abundante este tipo de cabeza. En parte, a los dos les pasaba algo parecido; tenían cierto sentido efectista, teatral. En las fotografías daban más impresión que en la realidad. Unamuno tenía una voz como de flauta y Valle Inclán una voz de falsete bastante desagradable. Un profesor español de América dijo que Valle Inclán hablaba con una voz de bajo profundo y otro escritor afirmó que era hombre de belleza nazarena. ¡Hasta dónde puede llegar el absurdo de los admiradores!

La audacia del vasco y del gallego eran parecidas, mayor aún la del vasco.

Se contó que cuando el Rey de España le otorgó la Cruz de Alfonso XII, don Miguel se presentó en Palacio con su indumentaria habitual y dijo al monarca:

—Vengo a presentarse ante su Majestad porque me ha dado la Cruz de Alfonso XII, cruz que me la merezco.
—Es extraño —dicen que replico el Rey, más o menos asombrado—; los demás a quienes he dado la Cruz, me han asegurado que no la merecían.
—Y tenían razón —contestó don Miguel.

Unamuno era de un egoísmo absoluto. El era español, no había nada como España; era vasco, nada como ser vasco; era de Bilbao, lo mejor del mundo era ser de Bilbao. Vivía en Salamanca, Salamanca era la ciudad mejor de Europa.

Se ha dicho siempre que Unamuno era un tipo muy vasco, yo no lo digo porque sea bueno ni malo, pero no he visto ningún tipo en el país parecido a él en sentido espiritual. Realmente es muy difícil el poder comparar el hombre del campo o el tipo corriente de la ciudad con el hombre de cultura. En su intransigencia, don Miguel aseguraba que no le gustaba París ni los alrededores del Sena. Yo comprendo que a una persona cualquiera de España, de Italia, de Portugal o de la Cochinchina, le guste más vivir en su pueblo que en una ciudad de un país extranjero, por muy hermosa que sea; pero para no ver que París como urbe es lo mejor de Europa, hay que ser ciego o sistemático. Para mí, como digo, es mucho más agradable estar entre los suyos, con gente amiga, de idéntica manera de ser y de pensar, que pasearse por entre todos los Partenones, catedrales y museos de las ciudades famosas; pero esto no me impide comprender que París es una ciudad privilegiada por la naturaleza y por la historia.

Al año o a los dos años, en la República, Unamuno se encuentra con la hostilidad de los comunistas, que le consideran como un reaccionario. A muchos otros nos sucedió lo mismo.

En un ensayo de crítica de masas, sin duda imitado de Rusia, que se hizo en el Ateneo de Madrid, me invitaron para inaugurar la serie, explicando y defendiendo una novela mía. Esta novela se llamaba “Los Visionarios”. La impugnaría un joven Fernández Arnesto desde un punto de vista marxista y yo la defendería a mi modo. Al ir al Ateneo me encontré con que aquello parecía una encerrona, que el público era sólo de comunistas y muy hostil. A la primera ocasión, aquella gente se lanzó sobre mí con violencia diciendo que era un burgués y que escribía para burgueses. Yo repliqué con la misma violencia y con acritud mezclada con soma, y entonces uno de los capitanes de la tropa marxista, entonces corrector de pruebas, Pumarega, dijo que había que reconocer que yo vivía de mi trabajo como un pobre cualquiera, pero que había otros que estaban en el salón que gozaban del favor oficial. “¡Unamuno!”, gritó uno, y todos le miraron de una manera hostil, desvergonzada sañuda, y él quedó rojo de cólera. Seguramente ello contribuyó a su antipatía por los comunistas, que se mostraron brutales y estúpidos con él y con los demás escritores.

Yo, como digo, no tenía ninguna antipatía por don Miguel, pero me parecía muy excesivo todo lo suyo. Un año antes de la revolución del 36, lo vi la última vez en la estación del Norte, de Madrid. El iba a París y yo a Vitoria: hablamos un momento afectuosamente, y por lo que me ha dicho después don Blas Cabrera, le aseguró en el tren que estaba contento porque se había reconciliado conmigo. Al despedirse de mí, me dijo:

—Escriba usted siempre hasta el final, porque usted es un hombre de estilo.

Me dejó bastante asombrado. Yo, como digo, no tenía nada contra D. Miguel, únicamente que no era partidario del sistema suyo de agarrarlo a uno por su cuenta, de acogotarlo, de atarle de pies y mano y de convertirle en un oyente sordomudo.

Los últimos días de su vida, en Salamanca, debieron de ser muy duros y muy amargos para Unamuno. A sus palabras en una reunión fascista de la ciudad se contestó a gritos y tirando una mesa al suelo. Después de esto la gente, antigua amiga suya, le huía por miedo, y los chicos le tiraban piedras en la calle, según me dijeron.

Debió de ver que la época que comenzaba en España no era para que un hombre, por mucha energía que tuviera, pudiera resistir a masas fanáticas y enfurecidas. Los tiempos habían cambiado. Ya no se podía dar el caso de Castelar, que al salir del Congreso de Diputados, en Madrid, en tiempos de Amadeo de Saboya, se encontró en la calle en medio de una turba amenazadora y furiosa de gente armada y comenzó a hablar, y lo hizo tan bien y con tanta elocuencia que la multitud acabó aplaudiéndolo con locura. Unamuno debió de pasar sus días finales con un gran sufrimiento moral, luchando con su desesperación y su impotencia.

Yo no sé si la obra de Unamuno con el tiempo tomará mayores proporciones o se achicará. Yo me alegraría más de que se agrandara, sin embargo no lo creo mucho. Su obra sin él, creo que va a bajar. Sus novelas no me parecen de las que pueden quedar, los ensayos quizás estén mejor, pero no dan impresión de ser tan originales como parecen y los versos leídos en frío, aunque tengan conceptos elevados, parecen ásperos y pedregosos.


PÍO BAROJA, Siluetas de escritores y de políticos. Unamuno, recogido en Desde el exilio, Caro Raggio, Madrid, 1999

Eliade sobre Sartre


1 de noviembre de 1965

He empezado La force des choses. Me asombra (o casi) la seguridad de J. P. Sartre y de sus camaradas. Tienen siempre razón; todos los demás se equivocan (Camus, Merleau-Ponty y Koestler), pero ellos jamás. Y la explicación ultra marxista que dan a las posiciones políticas de Camus y Koestler es absolutamente pasmosa. Casi no queda nada más que añadir. ¡Dichosos ellos!


MIRCEA ELIADE, Diario (1945-1969), Kairós, Barcelona, 2001, traducción de Joaquín Garrigós

Burgess sobre Woolf


Dejémonos de tonterías feministas sobre la grandeza de Virginia Woolf. Tenía un conocimiento limitado de la vida y ningún deseo de ampliar ese conocimiento. Menospreciaba los bares, los urinarios, los cuarteles y el contacto y el sudor del sexo. Rechazaba la verdadera materia del novelista, que se encuentra en las calles del Londres de Dickens y del París de Balzac. Le faltaba fuerza. Si por fuerza entendemos masculinidad, entonces sus adoradoras feministas dirán que hacía bien en rechazarlo; pero no lo rechazó, no tuvo la vitalidad suficiente para enfrentarse al mundo.

Su suicidio, que puede contrastarse con la muerte de Joyce por abuso del alcohol, se puede explicar como un gesto de desesperación por no ser capaz de abrazar la vida en su totalidad. No puede considerarse una muerte disculpable para un novelista que debería morir maldiciendo porque deja la gloriosa suciedad que forma la materia de su arte para abrazar a Dios o a la nada.

Nadie tiene la menor duda del exquisito talento verbal de Virginia Woolf, pero yo pondría en duda que fuese una verdadera novelista, y rechazo plenamente su pretensión de grandeza.

La ironía de su designación de los grandes eduardianos subyace en la verdad de que ella misma era eduardiana, y no de las grandes. Carecía de la vitalidad victoriana, cualidad que no les faltaba ni a Bennett ni a Wells. Carecía del optimismo eduardiano, pero no de su neurosis. Consideraba que era suficiente con manipular palabras y símbolos al servicio de una teoría de la percepción humana. Contribuyó a reducir la novela de su primitiva gloria como "el brillante libro de la vida" (la frase es de D. H. Lawrence) a la situación de una refinada operación análoga al petitpoint.

La novela nunca fue una forma artística específicamente masculina, sino hermafrodita. Ella la convirtió en un hobby refinado para damas.


ANTHONY BURGESS, ¿Quién teme a Virginia Woolf?, El País, 1 de abril de 1982. Todo el artículo AQUÍ


Vargas Llosa sobre Brecht


El democrático Brecht escribe una obra que, en la práctica, parece suponer el infantilismo o la ineptitud de su público: todo debe serle explicado y subrayado para no dar la menor oportunidad al equívoco, a la interpretación incorrecta. La literatura adopta la forma de una clase en la que el autor, un riguroso dómine, explica a los alumnos una lección en la que van incluidas ciertas historias y sus enseñanzas, unas fábulas y las verdades excluyentes que ilustran. El “mensaje” es impuesto al lector o espectador (a menudo con genio) al mismo tiempo que una historia y unos personajes, sin dejarle escapatoria ni elección: la literatura resulta así, como las dictaduras, algo que no deja otra disyuntiva que el sometimiento o el rechazo totales. Proselitista, paternalista, magisterial, se trata de un arte, en un sentido profundo, religioso, no sólo porque se dirige a los hombres como convencidos o catecúmenos, sino porque exige de ellos –pese a su fisonomía empeñosamente racionalista–, desde el principio y ante todo, un acto de fe: la aceptación de una verdad única y anterior a la obra de arte.


MARIO VARGAS LLOSA, La orgía perpetua, Alfaguara, Madrid, 2006

Bukowski sobre Camus


Vació el vino y se incorporó. Cogió Resistencia, Rebelión y Muerte de Camus. Leyó unas páginas, Camus hablaba de la angustia y el terror y de la miserable condición del hombre, pero hablaba de ello de un modo tan florido y agradable... su lenguaje... uno tenía la sensación de que las cosas no le afectaban ni a él ni a su forma de escribir. En otras palabras, las cosas igual podrían ir sobre ruedas. Camus escribía como un hombre que acabara de darse una buena cena con bistec, patatas fritas y ensalada, todo regado con una botella de buen vino francés. Tal vez la humanidad sufriera; él no. Tal vez fuera un sabio, pero Henry prefería a alguien que chillara cuando se quemaba.


CHARLES BUKOWSKI, Música de cañerías, Anagrama, Barcelona, 1987, traducción de Jorge Berlanga

Hemingway sobre Stein


Es una condenada vergüenza, sin embargo, que todo ese talento lo pierda la malicia, la falta de sentido común y el orgullo. Realmente, es una condenada vergüenza. Es una vergüenza que no la hayas conocido antes de que estuviera arruinada. ¿Sabes lo más divertido de todo? Ella no supo nunca escribir diálogos. Era terrible. Aprendió de mí a hacerlo y lo utilizó en ese libro. Nunca hasta entonces había escrito de esa manera. Nunca pudo perdonarme que se lo enseñara y tenía miedo de que la gente se diera cuenta y comprendiera dónde lo había aprendido, por eso tuvo que atacarme. De verdad que es una graciosa situación.  Estoy dispuesto a jurar ante todo el mundo que era condenadamente bonita antes de convertirse en una mujer ambiciosa. Te hubiera gustado mucho entonces, de verdad.


ERNEST HEMINGWAY, Las verdes colinas de de África, Caralt, Barcelona, 1988, traducción de J. Gómez del Castillo

Unamuno sobre Hugo


Puede uno fiarse de Taine; de Hugo, no. Taine deformaba por sistema; Hugo, por ignorancia. Precisamente estoy leyendo la Leyenda de los siglos y regocijándome con la acumulación de despropósitos históricos del padre Hugo. Tenía una radical impotencia para comprender la historia. Sentía predilección por los asuntos españoles y, en efecto, no puede hablar de España sin soltar algún disparate. Su geografía, su historia, su toponimia española son divertidísimas de puro desatinadas. Baraja nombres, sucesos y lugares con la mayor desaprensión. Y en el fondo, Hugo es tan frío y tan sistemático como Taine, aunque aquél sea un ignorante y éste no. Porque Taine se enteraba bien antes de hablar de algo, y Hugo no se tomaba la molestia de enterarse.


MIGUEL DE UNAMUNO, fragmento de Taine, caricaturista, incluido en Contra esto y aquello, Obras completas III, Nuevos ensayos, Escelicer, Madrid, 1968

Byron sobre Shakespeare


El nombre de Shakespeare, pueden estar seguros, está colocado absurdamente alto y tendrá que bajar. No tenía imaginación para sus historias, ninguna en absoluto. Tomó todas sus tramas de novelas antiguas y montó sus historias en forma teatral, con tan poco esfuerzo como el que Ud. y yo necesitaríamos para volver a escribirlas en forma de historias en prosa.


LORD BYRON, Carta a James Hogg, 1814, incluida en El ojo crítico, edición de Constantino Bértolo, Ediciones B, Barcelona, 1990

Gombrowicz sobre Balzac


Detesto a Balzac. A sus obras y al hombre. ¡Todo lo que hay ahí está tal como no me gusta, como no quiero ni puedo soportar! ¡Está en demasiada contradicción consigo mismo y no sé por qué, pero esta contradicción es repugnante y estúpida! ¡Un sabio, pero qué bobo! Un artista, pero cuánto hay en él del pésimo gusto de la más desabrida de las épocas. Un gordinflón, pero conquistador, don Juan, mujeriego lúbrico. ¡Hombre eminente, pero de una vulgaridad pequeñoburguesa y de una insolencia de advenedizo! Realista y pobre soñador romántico... Todas estas antinomias, sin embargo, tal vez no deberían chocarme, al fin y al cabo conozco su papel en la vida y en el arte...; sí, lo que pasa es que en Balzac hasta la antinomia se vuelve gorda, repugnante, lúbrica, mugrienta y más que vulgar.

Detesto su Comedia Humana. Qué fácil es estropear la mejor de las sopas añadiendo una cucharadita de grasa rancia o una pizca de pasta de dientes. Basta con una gota de Balzac malo, pretencioso y melodramático para volver indigestos todos esos volúmenes y su entera personalidad. Dicen que es un genio, seamos pues indulgentes. Las mujeres que se acostaban con su genial gordura debieron saber algo de esta indulgencia, puesto que para meterse en la cama con el Genio tuvieron que vencer en ellas más de una aversión. Pero no estoy seguro de que ese cálculo valga la pena y de que esté conforme con la naturaleza. En el campo de las relaciones personales -y así son nuestras relaciones con los artistas-, un detalle tiene a menudo mayor importancia que toda una montaña de méritos merecedores de un monumento. Es más fácil llegar a odiar a alguien por hurgarse en la nariz que llegar a amarlo por haber creado una sinfonía. Porque el detalle es característico y determina a la persona en su dimensión cotidiana.


WITOLD GOMBROWICZ, Diario (1953-1969), Seix Barral, Barcelona, 2005, traducción de Bozena Zaboklicka y Francesc Miravitlles

Vidal sobre Solzhenitsin


MIJAIL SKAFIDAS: Otros escritores, como Alexandr Solzhenitsin, comparten su pesimismo, pero lo achacan a la pérdida de Dios y la religión en nuestras vidas cotidianas.
GORE VIDAL: Gracias a Dios hemos perdido a Solzhenitsin. Es el peor novelista de nuestra época en todos los aspectos, como escritor de relatos y desde el punto de vista intelectual y filosófico. Cuando hice la crítica de su libro 1914, no podía creerme lo espantoso que era. No me importó Un día en la vida de Iván Denisovich. Ése estaba bien. Solzhenitsin es muy valiente, pero no sabe escribir. Es la clase de hombre que jamás debería acercarse a la literatura, la religión o la política, porque es un ingeniero. Para un ingeniero, todo ha de tener sentido, tiene que encajar o se vuelve loco. Los grandes autores y los grandes políticos tienen una mente divergente: saben que nada tiene sentido.

Jimmy Carter, un ingeniero, fue uno de los peores presidentes de Estados Unidos, porque se metía en los detalles e intentaba darles sentido. Franklin Roosevelt fue uno de los mejores presidentes de Estados Unidos. No tenía ningún plan y no prestaba ninguna atención a los detalles. Se limitaba a dar el salto, y dependía de la suerte y la improvisación. Eso es lo que hacen los grandes novelistas. Solzhenitsin es un escritorzuelo. Lo único que me sorprende es que acabara siendo un escritorzuelo religioso, y no un escritorzuelo comunista.


GORE VIDAL, "Los grandes autores saben que nada tiene sentido", entrevista de Mijail Skafidas para El País, 13 de abril de 1999. Toda la entrevista AQUÍ