Si yo tuviera la humorada fantástica de querer comparar mi vida con la de Anatole France; ¡qué abismo! “¿Por qué con Anatole France?” —me preguntará alguno—. Porque era un escritor a quien vi varias veces hace años, aunque no hablé con él, y que representaba el máximo de la fama en su tiempo. Para explicar la diferencia de una manera satisfactoria si fuera algo comprobable como un análisis químico, tendría que ser porque los libros de France sometidos a éste fueran como objetos compuestos de oro, de platino y de pedrerías y los míos hechos de plomo, de estaño y de pedazos de cristal turbio.
Yo no tenía por este escritor la más mínima simpatía. Toda la cursilería y toda la pedantería de Europa y de América reunidas habían decidido que Anatole France era la síntesis de la espiritualidad del mundo. En él estaban reunidos y condensados Luciano y Shakespeare, Cervantes y Swift, Rabelais y Voltaire. Bernad Shaw le llamaba genio en el prólogo de Santa Juana de Arco. Esta opinión me hizo desconfiar del viejo dramaturgo inglés.
Desde aquella época yo con cierta malevolencia, siempre que tuve que hablar en periódicos o en libros de Anatole France, hablé mal de él, sobre todo de sus obras filosóficas como “El jardín de Epicuro”, que me parecían de un sanchopancismo, de una vulgaridad aterradora.
Únicamente encontraba a la altura de su mediocridad el libro de Maeterlink, titulado “El tesoro de los humildes”, que se podría llamar “El tesoro de las vulgaridades”.
El repetir que la literatura de France era hueca, petulante y amanerada, hizo que algunos conocidos míos llegaran a considerarla no como una maravilla como la creía el público.
La gente que le seguía, que tenía la tendencia a creerse en todo al cabo de la calle y la seguridad en su cursilería, vaciló un poco con el tiempo y comenzó a pensar que no eran grandes descubrimientos los de Anatole France y que podía suceder que no hubiese dicho más que vulgaridades.
A mí el hombre me era bastante antipático por su literatura erudita y amanerada y por su aire de gendarme. Tenía una cabeza de pepino, cara como de zuavo de pipa, un cuerpo de gigante, manos enormes, pies enormes y con todo ello un endiosamiento terrible.
Yo lo vi dos o tres veces en una estampería de la calle del Sena, próxima al instituto y una de estas veces con dos señoras jóvenes y elegantes que lo mimaban y lo halagaban llamándolo a cada paso “querido maestro”.
Yo no me creo envidioso. Si lo fuera lo diría sin molestia. No tengo constitución hepática. No tiendo en la vejez a ponerme verde sino incoloro. Si France hubiera sido un tipo a lo Byron o a lo Shelley elegante y bonito, me hubiera gustado verlo entre damas que lo miraran y lo contemplaran, primero porque esos poetas eran de más altura intelectual que el prosista, luego porque aquel hombre pavoneándose con su facha de sargento me molestaba.
Es lógico que los escritores que no hemos tenido éxito ni hemos ganado dinero ni hemos tenido el halago de las grandes damas, veamos con antipatía al hombre que llega al Olimpo con méritos que no nos parecen muy auténticos y se pavonea en él.
Se dirá que no es una cosa bonita, pero es muy humana y no es un sentimiento innoble ni vil.
PÍO BAROJA, fragmento de Los llamados y los elegidos, recogido en Desde el exilio, Caro Raggio, Madrid, 1999