El democrático Brecht escribe una obra que, en la práctica, parece suponer el infantilismo o la ineptitud de su público: todo debe serle explicado y subrayado para no dar la menor oportunidad al equívoco, a la interpretación incorrecta. La literatura adopta la forma de una clase en la que el autor, un riguroso dómine, explica a los alumnos una lección en la que van incluidas ciertas historias y sus enseñanzas, unas fábulas y las verdades excluyentes que ilustran. El “mensaje” es impuesto al lector o espectador (a menudo con genio) al mismo tiempo que una historia y unos personajes, sin dejarle escapatoria ni elección: la literatura resulta así, como las dictaduras, algo que no deja otra disyuntiva que el sometimiento o el rechazo totales. Proselitista, paternalista, magisterial, se trata de un arte, en un sentido profundo, religioso, no sólo porque se dirige a los hombres como convencidos o catecúmenos, sino porque exige de ellos –pese a su fisonomía empeñosamente racionalista–, desde el principio y ante todo, un acto de fe: la aceptación de una verdad única y anterior a la obra de arte.
MARIO VARGAS LLOSA, La orgía perpetua, Alfaguara, Madrid, 2006