Burgess sobre Woolf


Dejémonos de tonterías feministas sobre la grandeza de Virginia Woolf. Tenía un conocimiento limitado de la vida y ningún deseo de ampliar ese conocimiento. Menospreciaba los bares, los urinarios, los cuarteles y el contacto y el sudor del sexo. Rechazaba la verdadera materia del novelista, que se encuentra en las calles del Londres de Dickens y del París de Balzac. Le faltaba fuerza. Si por fuerza entendemos masculinidad, entonces sus adoradoras feministas dirán que hacía bien en rechazarlo; pero no lo rechazó, no tuvo la vitalidad suficiente para enfrentarse al mundo.

Su suicidio, que puede contrastarse con la muerte de Joyce por abuso del alcohol, se puede explicar como un gesto de desesperación por no ser capaz de abrazar la vida en su totalidad. No puede considerarse una muerte disculpable para un novelista que debería morir maldiciendo porque deja la gloriosa suciedad que forma la materia de su arte para abrazar a Dios o a la nada.

Nadie tiene la menor duda del exquisito talento verbal de Virginia Woolf, pero yo pondría en duda que fuese una verdadera novelista, y rechazo plenamente su pretensión de grandeza.

La ironía de su designación de los grandes eduardianos subyace en la verdad de que ella misma era eduardiana, y no de las grandes. Carecía de la vitalidad victoriana, cualidad que no les faltaba ni a Bennett ni a Wells. Carecía del optimismo eduardiano, pero no de su neurosis. Consideraba que era suficiente con manipular palabras y símbolos al servicio de una teoría de la percepción humana. Contribuyó a reducir la novela de su primitiva gloria como "el brillante libro de la vida" (la frase es de D. H. Lawrence) a la situación de una refinada operación análoga al petitpoint.

La novela nunca fue una forma artística específicamente masculina, sino hermafrodita. Ella la convirtió en un hobby refinado para damas.


ANTHONY BURGESS, ¿Quién teme a Virginia Woolf?, El País, 1 de abril de 1982. Todo el artículo AQUÍ