Realmente yo no creo que las condiciones intelectuales de don Miguel de Unamuno, aunque fueran grandes, justificaran un concepto tan extraordinario de sí mismo como él tenía. Unamuno se creía todo. Era sin proponérselo filósofo, matemático, geógrafo, filólogo, naturalista, arquitecto, además de vidente y de profeta.
Creía que las cosas eran de una simplicidad extraordinaria y que de esta simplicidad nadie se había dado cuenta hasta que él la advirtió. Un amigo suyo me contaba hace años los consejos que había dado Unamuno a un hijo suyo que por entonces era estudiante de medicina, como una muestra de genialidad.
Don Miguel le decía a su hijo: “Toda la práctica de la medicina está en aprender bien el casillero”.
—¿Qué quería decir con eso? —pregunté yo.
—Con esto indicaba el arte del diagnóstico.
—Tú ves, por ejemplo —añadía dirigiéndose a su chico—, una persona que tiene fiebre, dolor de costado, esputo rojizo, se marca en el casillero los tres síntomas y sale pulmonía y se busca el remedio.
—Sí, si la medicina fuera eso, evidentemente no habría nadie que no fuera un médico regular, pero la medicina no es eso —dije yo.
—¿Usted cree que no? —preguntó el amigo de Unamuno.
—Naturalmente que no; si la medicina fuera así, claro que bastaría el casillero o un librito con los síntomas de las enfermedades y luego el tratamiento. Pero la medicina no es así. Se está en un hospital de interno, es decir, de aprendiz, se sabe ya algo de patología médica que se ha estudiado en el libro y viene un enfermo viejo; tiene poca fiebre, algo de dolor de cabeza y dice que le duele en la región del hígado. Piensa uno si se tratará de algo intestinal o de algo hepático, pero no de cosa muy grave. Al día siguiente viene el médico de la sala, hombre experimentado, reconoce al enfermo bien, con calma, lo examina, lo ausculta y señala como diagnóstico: pulmonía y como pronóstico, muy grave, y el enfermo tiene una pulmonía y se muere. Otras veces ocurre todo lo contrario: es un hombre joven que siente un dolor de costado fuerte, le duele la cabeza, tose y dice que ha pasado mucho frío, parece que tiene pulmonía y no tiene pulmonía, sino un dolor artrítico que a los dos días le ha desaparecido. En la práctica y al principio de ejercer el oficio, no son los matices de las enfermedades los que no se advierten, sino las cosas en bloque; no es la variedad ni el matiz el que se escapa, sino es el género.
—Pero hay enfermedades claras.
—Efectivamente, hay enfermedades claras que se presentan con su cuadro clásico, de síntomas y entonces las conoce el médico y la cocinera, pero hay otras, la mayoría, que se muestran obscuras y larvadas. En estos casos se puede decir que no hay enfermedades sino enfermos. Aquí no hay casillero que valga y el buen médico acierta por intuición, casi por adivinación. De cuatro o cinco síntomas se advierte claramente uno y éste a veces confuso. Si lo del casillero fuera verdad, en quince días se haría uno un buen médico y se puede decir que hay médicos que ni en quince ni en veinte años saben su oficio, porque no tienen condiciones para él.
Al ver que yo no celebraba esta idea del casillero tan simplista y tan trivial, el amigo de Unamuno se quedó un poco decepcionado. Yo le dije que estas originalidades, poco originales, me recordaban las de un profesor Letamendi que yo padecí cuando fuí estudiante de San Carlos. Letamendi, como Unamuno, tenía la misma omnisciencia y la misma seguridad en sus ideas y en lo que creía que eran sus descubrimientos. Muchas veces pensaba que una frase retórica era un hallazgo o una revelación.
Unamuno, como Letamendi, no oía a nadie, fuera quien fuese con quien hablase.
Hace unos años, un día por la mañana, me telefoneó Jiménez Caballero y me dijo si quería ir a su casa a comer en compañía de Keyserling. Yo le contesté:
—Prefiero no ir. Me figuro que será un tipo de estos soberbios, que se sienten superhombres y se creen por encima de todo.
—No, no lo crea usted, es persona amable y muy accesible. Ya verá usted, voy a buscarle a su casa.
Efectivamente, vino y fui con él. Me persuadí de que Keyserling es hombre amable y ameno, que habla, pero también escucha. Yo no le debí causar mala impresión, porque le dijo a mi hermana después, que yo era un hombre charmant, juicio un poco en contra de los que han afirmado que soy un tipo seco y antipático.
Se habló en la comida de autores y de políticos y Keyserling se refirió a una conversación que tuvo en Hendaya con Unamuno cuando éste se hallaba desterrado durante la dictadura.
—¿Y ya le dejó a usted hablar? —le pregunté yo.
—No. Habló sólo él.
Yo creo que Unamuno no hubiera dejado hablar por su gusto a nadie. No escuchaba. Le hubiera explicado a Kant lo que debía de ser la filosofía; a Riemann o a Poincaré, lo que era la matemática; a Planck y a Einstein, el porvenir de la física; a Frobenius, la etnografía de Africa, y a Frazer, los problemas del folklore. No le hubiera indicado a Mozart o a Beethoven lo que tenía que ser la música porque había decidido que la música no era nada y no valía la pena de ocuparse de ella, porque a él no le gustaba.
Unas chicas vascas, recién llegadas a Madrid, me dijeron en casa, hace unos años, por la tarde, que querían ir de noche al Ateneo a oír unas poesías que iba a recitar Unamuno. Yo les di una carta para el secretario de la sociedad de la docta casa, como se la llamaba, y las dejaron entrar. A los dos o tres días vi que se mostraban muy incómodas:
—¡Qué hombre, dijeron, ese Unamuno!
—¿Pués qué pasó?
—Que estuvo muy antipático con el público. Dijo que no tenía ganas de leer nada, que tenía sueño, que no sabía por qué le habían invitado a una cosa que le fastidiaba y amabilidades por el estilo.
En la redacción del periódico “España”, donde yo colaboré al principio, comenzó a presentarse Unamuno. Se sentía dictador. Si había cinco o seis personas en la redacción, se sentaba en medio de todos y hablaba. No aceptaba la menor réplica ni la más pequeña de las colaboraciones. Decía, por ejemplo, de alguno:
—Es un hombre negado.
Si alguien intentaba reforzar su opinión y añadía:
—Ciertamente, es algo torpe.
Unamuno replicaba con un tono imperativo:
—No, es un hombre negado.
Si contaba una anécdota o una frase ingeniosa a tres personas y venía otro de la calle, la volvía a contar. A alguna gente la trataba muy ásperamente.
Yo, cuando oía un calificativo duro sobre cualquier pobre hombre amigo, me levanta y decía:
—Bueno, señores, hasta mañana —y me iba.
Por estas fugas mías Unamuno debía creer que yo tenía algún motivo de hostilidad contra él, pero no tenía ninguno.
Yo pienso que en países como España, los escritores debían tomar una actitud discreta y esfumada, primero porque es la lógica en un país donde no se les quiere, segundo porque sino las gentes les toman mucho odio. A algunos no les importa ese peligro y adquieren un aire tan suficiente y tan ridículo que atraen todas las cóleras. Verdad es que, por el otro camino del aislarse y no destacarse, tampoco se consigue simpatías.
Yo, al menos, no he aceptado nunca que delante de mí se trate sin motivo, de una manera agria o descortés, a una persona conocida o amiga. No se lo aceptaría no ya a Unamuno, ni a Cervantes, ni a Shakespeare, si viviera. Por una cuestión por el estilo casi reñí una vez con Ramiro de Maeztu. Estábamos en la redacción periódico de San Sebastián titulado “El Pueblo Vasco”, el año 1903 ó 1904, varias personas, entre ellas, Maeztu, el director del periódico, Juan de la Cruz; el escritor Grandmontagne, americano de adopción, y un joven del pueblo llamado Vignau. Se habló de un artículo de Grandmontagne que había asegurado que en España no se fabrica apenas papel. Vignau le dijo:
—Creo que está usted un poco engañado en esa cuestión. Si usted quiere yo le acompañaré con mucho gusto a visitar algunas fábricas de papel de Guipúzcoa y verá usted que no son tan desdeñables.
—¿Para qué voy a ir a verlas, yo que he estado en las fábricas de papel de los Estados Unidos?
—Perdone usted —le dijo Vignau—. Esto me parece lo mismo que si yo le invitara a comer a mi casa y usted me contestase que había comido en los mejores hoteles del mundo.
—La opinión de usted me tiene sin cuidado —dijo Grandmontagne.
Entonces yo me levanté de la silla y dije:
—¡Bueno, adiós!
Por la noche, Maeztu me preguntó por qué había tomado aquella actitud y yo le contesté:
—Porque me pareció impertinente y grosera la contestación de Grandmontagne.
Maeztu, que entonces era todavía nietszcheano, dijo con empaque que se tenía derecho a ser grosero cuando se era un hombre superior, dando a entender que Grandmontagne y él lo eran, y yo le contesté que no veía en nada la superioridad de Grandmontagne ni la suya.
Unamuno era de una intransigencia extraordinaria, no oía a la gente; así que todo lo que decía no tenía más que la propia comprobación.
Algunas cosas de orgullo dijo bastantes absurdas y antipáticas como esa frase refiriéndose a los extranjeros: ¡Que inventen ellos! El inventar es el gran prestigio y el gran honor de los pueblos. Los españoles inventaron en su tiempo héroes literarios: El Cid, Don Juan, Don Quijote, la Celestina. Si no han inventado después en materia científica ha sido porque no les han dado enseñanza y medios para realizar descubrimientos. En algunas cosas, Unamuno tenía salidas de cura. Al artículo de un joven que hablaba con entusiasmo de Kant contestó que habría que ver si el filósofo serviría para tener hijos. Naturalmente nadie elegiría en su tiempo a Kant para padrear.
Poco después de conocer a Unamuno le encontré yo en un tranvía que iba de la estación del Norte a la Puerta del Sol. Era un sábado, venía él de Salamanca. Me preguntó qué hacía yo los domingos por la tarde. Yo contesté con vaguedad y me dijo que fuera al día siguiente a un café de la calle de Alcalá, cerca de la iglesia de las Calatravas, café que ya no existe. Fui y me preguntó:
—¿Tiene usted que hacer algo esta tarde?
—No.
—Entonces le voy a leer un capítulo de una novela mía: “Amor y pedagogía”.
—Bueno —dije yo.
El capítulo se convirtió en dos, en tres, en cuatro y me leyó todo el libro. Esto me pareció verdaderamente abusivo y ofensivo.
Unamuno era en todo intransigente. A mí me decía que un pequeño cuento mío titulado “Mari Belcha”, que aparece en “Vidas Sombrías”, primer volumen que yo publiqué, debía ponerlo en verso. A mí me parecía la idea absurda porque yo tengo poco sentido verbal y una falta absoluta de curiosidad por la métrica. Una vez insistió tanto en la recomendación que yo le dije:
—Yo, de escribir algo efusivo, tierno, lírico, del campo vasco, cosa que siento con verdadero fervor, escribiría versos en vascuence con la rima más pobre y con el menor sentido latino posible.
Esta idea le pareció una verdadera insensatez, una aberración, y refutó con mil argumentos de todas clases que a mí no me convencieron; pero, en fin, me callé sin replicar.
Otra muestra de la intransigencia de Unamuno la dió por esta época hacia el mismo tiempo. Iba yo una tarde por la Carrera de San Jerónimo con él cuando apareció Valle Inclán en sentido contrario. Eran por entonces hostiles en teorías literarias y no se reconocían ningún mérito el uno al otro. Yo estaba más de acuerdo con las ideas de Unamuno que con las de Valle Inclán, pero como hombre poco dogmático no creía que estas cuestiones estéticas fueran suficientemente graves para reñir por ellas.
Al encontrarse conmigo se pararon los dos; yo pensé por su aspecto que querían conocerse y hablarse, y los presenté, pero de pronto se desarrolló una hostilidad tan violenta y tan rápida entre ellos que, a una distancia de ochenta a cien metros, se insultaron, gritaron, se separaron, y yo me quedé solo. Luego, veinte o treinta años más tarde, se hicieron amigos y me dijeron que se veían en el Ateneo.
—¿Y ya se entienden? —pregunté a alguno de los que iban a la docta casa.
—No, cada uno tiene su tertulia, pero el que lleva siempre la voz cantante es don Miguel.
Unamuno tenía algunos rasgos físicos e intelectuales comunes con Valle Inclán.
El vasco tenía el cráneo pequeño y la frente huída; la cabeza de Valle Inclán era muy chica y alta como una casa estrecha de muchos pisos. En Galicia, entre la gente del pueblo, ví que era abundante este tipo de cabeza. En parte, a los dos les pasaba algo parecido; tenían cierto sentido efectista, teatral. En las fotografías daban más impresión que en la realidad. Unamuno tenía una voz como de flauta y Valle Inclán una voz de falsete bastante desagradable. Un profesor español de América dijo que Valle Inclán hablaba con una voz de bajo profundo y otro escritor afirmó que era hombre de belleza nazarena. ¡Hasta dónde puede llegar el absurdo de los admiradores!
La audacia del vasco y del gallego eran parecidas, mayor aún la del vasco.
Se contó que cuando el Rey de España le otorgó la Cruz de Alfonso XII, don Miguel se presentó en Palacio con su indumentaria habitual y dijo al monarca:
—Vengo a presentarse ante su Majestad porque me ha dado la Cruz de Alfonso XII, cruz que me la merezco.
—Es extraño —dicen que replico el Rey, más o menos asombrado—; los demás a quienes he dado la Cruz, me han asegurado que no la merecían.
—Y tenían razón —contestó don Miguel.
Unamuno era de un egoísmo absoluto. El era español, no había nada como España; era vasco, nada como ser vasco; era de Bilbao, lo mejor del mundo era ser de Bilbao. Vivía en Salamanca, Salamanca era la ciudad mejor de Europa.
Se ha dicho siempre que Unamuno era un tipo muy vasco, yo no lo digo porque sea bueno ni malo, pero no he visto ningún tipo en el país parecido a él en sentido espiritual. Realmente es muy difícil el poder comparar el hombre del campo o el tipo corriente de la ciudad con el hombre de cultura. En su intransigencia, don Miguel aseguraba que no le gustaba París ni los alrededores del Sena. Yo comprendo que a una persona cualquiera de España, de Italia, de Portugal o de la Cochinchina, le guste más vivir en su pueblo que en una ciudad de un país extranjero, por muy hermosa que sea; pero para no ver que París como urbe es lo mejor de Europa, hay que ser ciego o sistemático. Para mí, como digo, es mucho más agradable estar entre los suyos, con gente amiga, de idéntica manera de ser y de pensar, que pasearse por entre todos los Partenones, catedrales y museos de las ciudades famosas; pero esto no me impide comprender que París es una ciudad privilegiada por la naturaleza y por la historia.
Al año o a los dos años, en la República, Unamuno se encuentra con la hostilidad de los comunistas, que le consideran como un reaccionario. A muchos otros nos sucedió lo mismo.
En un ensayo de crítica de masas, sin duda imitado de Rusia, que se hizo en el Ateneo de Madrid, me invitaron para inaugurar la serie, explicando y defendiendo una novela mía. Esta novela se llamaba “Los Visionarios”. La impugnaría un joven Fernández Arnesto desde un punto de vista marxista y yo la defendería a mi modo. Al ir al Ateneo me encontré con que aquello parecía una encerrona, que el público era sólo de comunistas y muy hostil. A la primera ocasión, aquella gente se lanzó sobre mí con violencia diciendo que era un burgués y que escribía para burgueses. Yo repliqué con la misma violencia y con acritud mezclada con soma, y entonces uno de los capitanes de la tropa marxista, entonces corrector de pruebas, Pumarega, dijo que había que reconocer que yo vivía de mi trabajo como un pobre cualquiera, pero que había otros que estaban en el salón que gozaban del favor oficial. “¡Unamuno!”, gritó uno, y todos le miraron de una manera hostil, desvergonzada sañuda, y él quedó rojo de cólera. Seguramente ello contribuyó a su antipatía por los comunistas, que se mostraron brutales y estúpidos con él y con los demás escritores.
Yo, como digo, no tenía ninguna antipatía por don Miguel, pero me parecía muy excesivo todo lo suyo. Un año antes de la revolución del 36, lo vi la última vez en la estación del Norte, de Madrid. El iba a París y yo a Vitoria: hablamos un momento afectuosamente, y por lo que me ha dicho después don Blas Cabrera, le aseguró en el tren que estaba contento porque se había reconciliado conmigo. Al despedirse de mí, me dijo:
—Escriba usted siempre hasta el final, porque usted es un hombre de estilo.
Me dejó bastante asombrado. Yo, como digo, no tenía nada contra D. Miguel, únicamente que no era partidario del sistema suyo de agarrarlo a uno por su cuenta, de acogotarlo, de atarle de pies y mano y de convertirle en un oyente sordomudo.
Los últimos días de su vida, en Salamanca, debieron de ser muy duros y muy amargos para Unamuno. A sus palabras en una reunión fascista de la ciudad se contestó a gritos y tirando una mesa al suelo. Después de esto la gente, antigua amiga suya, le huía por miedo, y los chicos le tiraban piedras en la calle, según me dijeron.
Debió de ver que la época que comenzaba en España no era para que un hombre, por mucha energía que tuviera, pudiera resistir a masas fanáticas y enfurecidas. Los tiempos habían cambiado. Ya no se podía dar el caso de Castelar, que al salir del Congreso de Diputados, en Madrid, en tiempos de Amadeo de Saboya, se encontró en la calle en medio de una turba amenazadora y furiosa de gente armada y comenzó a hablar, y lo hizo tan bien y con tanta elocuencia que la multitud acabó aplaudiéndolo con locura. Unamuno debió de pasar sus días finales con un gran sufrimiento moral, luchando con su desesperación y su impotencia.
Yo no sé si la obra de Unamuno con el tiempo tomará mayores proporciones o se achicará. Yo me alegraría más de que se agrandara, sin embargo no lo creo mucho. Su obra sin él, creo que va a bajar. Sus novelas no me parecen de las que pueden quedar, los ensayos quizás estén mejor, pero no dan impresión de ser tan originales como parecen y los versos leídos en frío, aunque tengan conceptos elevados, parecen ásperos y pedregosos.
PÍO BAROJA, Siluetas de escritores y de políticos. Unamuno, recogido en Desde el exilio, Caro Raggio, Madrid, 1999