Detesto a Balzac. A sus obras y al hombre. ¡Todo lo que hay ahí está tal como no me gusta, como no quiero ni puedo soportar! ¡Está en demasiada contradicción consigo mismo y no sé por qué, pero esta contradicción es repugnante y estúpida! ¡Un sabio, pero qué bobo! Un artista, pero cuánto hay en él del pésimo gusto de la más desabrida de las épocas. Un gordinflón, pero conquistador, don Juan, mujeriego lúbrico. ¡Hombre eminente, pero de una vulgaridad pequeñoburguesa y de una insolencia de advenedizo! Realista y pobre soñador romántico... Todas estas antinomias, sin embargo, tal vez no deberían chocarme, al fin y al cabo conozco su papel en la vida y en el arte...; sí, lo que pasa es que en Balzac hasta la antinomia se vuelve gorda, repugnante, lúbrica, mugrienta y más que vulgar.
Detesto su Comedia Humana. Qué fácil es estropear la mejor de las sopas añadiendo una cucharadita de grasa rancia o una pizca de pasta de dientes. Basta con una gota de Balzac malo, pretencioso y melodramático para volver indigestos todos esos volúmenes y su entera personalidad. Dicen que es un genio, seamos pues indulgentes. Las mujeres que se acostaban con su genial gordura debieron saber algo de esta indulgencia, puesto que para meterse en la cama con el Genio tuvieron que vencer en ellas más de una aversión. Pero no estoy seguro de que ese cálculo valga la pena y de que esté conforme con la naturaleza. En el campo de las relaciones personales -y así son nuestras relaciones con los artistas-, un detalle tiene a menudo mayor importancia que toda una montaña de méritos merecedores de un monumento. Es más fácil llegar a odiar a alguien por hurgarse en la nariz que llegar a amarlo por haber creado una sinfonía. Porque el detalle es característico y determina a la persona en su dimensión cotidiana.
WITOLD GOMBROWICZ, Diario (1953-1969), Seix Barral, Barcelona, 2005, traducción de Bozena Zaboklicka y Francesc Miravitlles