Respecto a Platón soy un escéptico radical, y nunca he podido compartir con los eruditos su tradicional admiración por Platón como artista. En último término, están de parte mía en esta apreciación los más refinados jueces del juicio estético que existieron en el propio mundo antiguo. A mi forma de ver, Platón mezcla todas las formas del estilo; tiene sobre su conciencia una falta semejante a la de los cínicos que idearon la sátira menipea. Para que los diálogos de Platón, esa especie de dialéctica horriblemente satisfecha de sí misma y pueril, puedan ejercer un atractivo, es preciso no haber leído nunca a los buenos autores franceses (a Fontenelle, por ejemplo).
Platón es aburrido. En último término, mi desconfianza hacia Platón llega hasta el fondo: le encuentro tan alejado de todos los instintos fundamentales de los helenos, tan moralizado, tan cristiano anticipado -él eleva ya la idea de "bien" a la categoría suprema-, que para referirse al fenómeno total de Platón preferiría, más que ninguna otra, usar la dura expresión de "farsa suprema", o, si suena mejor, de idealismo. Se pagó caro el que ese ateniense frecuentara la escuela de los egipcios (o quizá de los judíos residentes en Egipto). Dentro de la gran fatalidad que supuso el cristianismo, Platón fue ese equívoco y esa fascinación llamada "ideal", que hizo posible que los individuos más nobles de la antigüedad se interpretaran mal a sí mismos y que pusieran el pie en el puente que conducía hacia la cruz. ¡Y cuánto sigue habiendo de Platón en la idea de "Iglesia", al igual que en su organización, en su sistema y en sus prácticas!
FRIEDRICH NIETZSCHE, El ocaso de los ídolos, Edimat, 1999, traducción de Francisco Javier Carretero Moreno, págs. 152 y 153.