En cuanto crecí un poco, comenzó a desagradarme esa voz pomposa, rimbombante, presuntuosa y artificial de Hugo. Reaccioné negativamente a cómo en su novela histórica Quatre-vingt Treize describía durante páginas un cañón que se había soltado de sus maromas moviéndose a izquierda y derecha en un barco atrapado por una tormenta. En una de sus cartas, Nabokov, para denostar a Faulkner, demuestra con un ejemplo cruel cómo ha influido Hugo en este último («El hombre miró la horca, la horca miró al hombre»). Lo que más me ha interesado siempre de la vida de Hugo, y más me ha inquietado, ha sido su uso emotivo (¡en el mal sentido de esta palabra romántica!) de la retórica y la dramatización para crear un efecto de grandeza. A la pasión por la grandeza de Hugo le debemos algo de la idea del «gran autor junto al pueblo y la verdad», combativo y políticamente comprometido que tanto ha influido no sólo en los intelectuales franceses, de Émile Zola a Sartre, sino en toda la literatura universal. El hecho de que fuera consciente de su propia pasión por la grandeza, de que la consiguiera, lo convirtió en un símbolo viviente, o peor, en un monumento a sí mismo. Ese ser demasiado consciente de sí mismo al hacer un gesto moral o político ha provocado que sobre Hugo cayera una sombra de artificialidad que inquieta. En cierto lugar, intentando comprender «la genialidad de Shakespeare», él mismo dice que el mayor peligro de la grandeza es la falsedad.
ORHAN PAMUK, Otros colores, Random House, 2008, traducción de Rafael Carpintero.