Tan grande era mi aversión por su persona que cuando nos encontrábamos no le decía una palabra sobre sus poemas. Al verlo, pero muy especialmente al oírlo pronunciar sus frases, me invadía una sensación de ira que me guardaba bien de exteriorizar, no menos que mi entusiasmo por el Devocionario del hogar. En cuanto él lanzaba alguna frase cínica, yo replicaba con otra severa y del alto contenido moral. Una vez le dije -y en el Berlín de entonces debió sonar muy divertido- que un escritor tenía que encerrarse para poder hacer algo. Necesitaba estar a ratos en el mundo y a ratos fuera de él, y ambos períodos deberían contrastar al máximo. Brecht me dijo que siempre tenía el teléfono sobre su escritorio y sólo podía trabajar si sonaba a menudo. De la pared situada frente a él colgaba un gran mapamundi que solía mirar para no estar jamás fuera del mundo. No cedí, y pese a sentirme aniquilado por la lamentable inutilidad de mis poemas, reafirmé la validez de mis consejos frente al hombre que escribía mejores poesías. Una cosa era la moral y otra muy distinta la causa, y estando presente él, a quien sólo importaba la causa, para mí no contaba más que la moral. Critiqué la publicidad que proliferaba en Berlín como la peste. A él no le molestaba: al contrario, los anuncios tenían su lado positivo. Me confesó haber escrito un poema sobre los coches Steyr y obtenido a cambio de él un automóvil. Sus palabras me parecieron salir de la boca del diablo.
ELIAS CANETTI, La antorcha al oído IV, Debolsillo, 2005, Barcelona, traducción de Juan José del Solar, págs. 307 y 308.