Martes, 28 de septiembre. Contrariamente a lo que sucede en Estados Unidos, en Hispanoamérica no se da una narrativa de verdadera entidad hasta bien entrado el siglo XX. Hacia mediados de ese siglo, nombres como el de Borges o Rulfo se convirtieron en imprescindibles. En su tiempo, sin embargo, se vieron eclipsados por el de García Márquez, cuya novela Cien años de soledad se convirtió en estandarte mismo del realismo mágico. El éxito de esta novela fue verdaderamente espectacular, favorecido sin duda por diversos acontecimientos políticos y cambios sociológicos como pudieran ser los procesos de descolonización, la revolución cubana o el espíritu de mayo del 68. Si desde entonces los planteamientos del realismo mágico sencillamente se han extinguido, el paso del tiempo y la publicación de otras obras del mismo autor no han dejado de hacer sentir su peso sobre la imagen de Cien años de soledad. Y ello pese a que aún abundan quienes consideran pulp fiction sus últimas novelas pero alaban las primeras, sin caer en la cuenta de que nada hay en su obra reciente que no se diera ya en Cien años de soledad o Crónica de una muerte anunciada. Lo cierto es que aspectos o rasgos antes celebrados han terminado por convertirse en reproches, empezando por el primer párrafo de su novela más famosa, ya que si el autor hubiese aclarado que el coronel Aureliano Buendía estuvo a punto de ser fusilado pero no fue fusilado, el suspense que se busca se hubiera esfumado. A decir verdad, en ninguna novela que se precie hay lugar para esta clase de recursos. Por otra parte, a la luz de sus obras posteriores, el monótono olimpo del autor no hace más que saturarse de deidades fabricadas en serie, réplicas las unas de las otras. El coronel es el general a la vez que el patriarca, las jóvenes generaciones son siempre irresponsables e impredecibles, y los niños, simples objetos de culto. Las mujeres merecen capítulo aparte: o son longevas diosas del hogar que en su adolescencia tuvieron un breve momento de intensa lascivia, o son su negación. Mujeres que alternan su habitual estado de lascivia –que el autor cree permanentemente en las prostitutas– con el de ocurrentes amas de casa. Todo ello narrado con una total ausencia de composición general. Los capítulos se suceden por acumulación, y en cada uno de ellos reaparecen prácticamente todos los personajes, que seguirán o no adelante como en una incierta carrera de caracoles. Semejante invertebración permitiría que cualquiera de sus novelas pudiera tener perfectamente unos cientos de páginas más o menos sin que el resultado final se viese sustancialmente alterado. De ahí, tal vez, su reacción –que se cuenta en Cómo contar un cuento– al saber que le habían dado el Nobel: “¡Se lo han creído!”, parece que exclamó. Nada que ver con Rulfo, cuya obra es puro hueso, limpio de adherencias que se corrompan, huesos mondos y lirondos como el de esos esqueletos que afloran en algunas celebraciones mejicanas. Ni con Borges, al que le bastan dos o tres páginas donde otros precisarían doscientas o trescientas. Lo único que sorprende en Borges es que sus referentes contemporáneos fuesen novelistas como Chesterton o Wells. Y que sintiese tanto entusiasmo por Martín Fierro. Pero lo mismo Borges que Rulfo sabían de sobra que la magia que cuenta no es la que se da en los acontecimientos relatados –prodigios– sino en el modo de contarlos, en las palabras utilizadas.
LUIS GOYTISOLO, Diario de 360º, Siruela, Madrid, 2010, págs. 142 y 143.