Bataille intentó transformar el mal en lo sagrado y sublime, a partir del concepto de «transgresión». Es un malditismo de colegiala decimonónica que se sofoca leyendo novelas de besos. Los malos que admira Bataille son artistas, como Sade, Poe o Flaubert, cuyas vidas arden de pasión, que se sacrifican a su arte y que, afortunadamente, se les va la fuerza por la boca o por la pluma. Pueden decir, como André Bretón, que el supremo acto creador es salir a la calle con un revólver y disparar al azar, sin que nadie le tome realmente en serio. Y lo mismo sucede cuando Bataille dice: «La gran verdad se cifra en que el mal en el mundo es más importante que el bien. El bien es la base, pero la cumbre es el mal». Todo esto era un arrojo de toreo de salón. Pero los toros reales son otro cantar, tienen cuernos de verdad. Bataille llegó a darse cuenta de que el mal que había proclamado santo llevaba al horror. En 1947 escribe: «¿Quién no ve hoy que el mal está dado de forma elemental en la bestialidad al servicio de la razón de Estado?». Esto ya no era «transgresión», era la perversidad real. Las víctimas de esa soberbia tienen que considerar miserables esos cánticos a la transgresión.
JOSÉ ANTONIO MARINA, Pequeño tratado de los grandes vicios, Anagrama, Barcelona, 2011, vía edición digital en Lectulandia, pág. 46.