¡Cuánto barullo a cuento de la muerte de Leopoldo María Panero! Necrofilia española. Me sumaré a ella.
Tuve mucha relación con los miembros del último esqueje de esa tribu, ahora extinta.
En 1961, quizá en el 62, bauticé a Juan Luis Panero como catecúmeno del Partido Comunista. Sucedió eso en un banco del parque del Retiro. Estaban presentes Julito Ferrer Sama, hoy entomólogo en el Museo de Ciencias Naturales de Gotemburgo, y su primo Antonio, del que no he vuelto a tener noticia. Cinco años antes, muy cerca de ese mismo lugar, Jorge Semprún, alias Federico Sánchez, me había dado la alternativa en ese mismo partido. Testigo de ella fue Julián Marcos, poeta y cineasta que murió pocos meses antes de que el tren de Atocha saltara al más allá.
En 1973 conocí en el Dickens a Michi Panero, con el que mantuve cierta amistad noctámbula, porrera y etílica hasta mediados de los ochenta. Luego nuestras relaciones se agriaron.
En 1980 reapareció en mi vida Juan Luis Panero. Estábamos mi mujer y yo, embarazada ella, en San Martín de Ampurias, donde habíamos alquilado una casa gracias a los buenos oficios de Luis Racionero. Juan Luis, que venía, creo, de Colombia, llegó al pueblo como un vendaval y birló su chica a Luis. Éste enloqueció, agarró una escopeta y... Bueno, está contado en su libro, excelente, "Cómo sobrevivir a seis historias de amor" y quizá, también, pues no lo recuerdo, en sus "Memorias de un liberal psicodélico". Y modélico, me atrevo a añadir.
El pasado viernes por la tarde -o sea: ayer- la Dos volvió a emitir el episodio del programa Negro sobre Blanco ("Leopoldo María Panero - ¿Caso clínico o caso lírico?") (AQUÍ) que grabé en el verano de 1991 con la ayuda de Jaime Chávarri y de Benito Fernández. Voy a pedir a Javier Redondo que cuelgue ese documento televisivo al final de esta entrega de Dragolandia. No sé si eso es posible. Aviso el lector de que es cuento largo. Dura una hora. Pero estoy convencido de que merece la pena verlo. Ya no se hace televisión así.
Ese mismo día había publicado yo en otro rotativo (La Razón), pues en éste nadie me pidió nada, la columna que a continuación transcribo...
EL RUIDO Y LA FURIA
Este réquiem, incómodo para mí, admite muchos títulos. Uno es el que le he puesto. Ya explicaré por qué. Otro sería In nomine patris, pues la sombra del patriarca de la tribu de los Panero gravitó siempre sobre el hijo de Infelicidad Blanc, aunque el poeta que murió ayer, para librarse de esa sombra, para huir del destino atroz que atrapó, inexorable, a todos los miembros de su familia y para matar, en definitiva, a su progenitor, añadió al nombre de éste el de la madre de una divinidad en la que no creía.
Tuve, en los setenta y en los ochenta, bastante trato con él. Intenté ayudarlo. Aguanté sus desplantes. Soporté sus coces. Sonreí ante sus exabruptos. Atendí a su obra. Compartí con él, y con Eduardo Haro Ibars, algún que otro porro y más de una copa. Le dediqué dos programas de televisión: uno en Biblioteca Nacional (vino con su madre. Llevaba un enorme lapo de color verdoso en la solapa de su chaqueta y con él siguió durante todo el programa y el almuerzo que lo remató) y otro en Negro sobre Blanco. Eso -lo segundo- fue ya muy a finales del siglo XX o quizá a comienzos del XXI. Puede verse en Youtube. Merece la pena -tanto como el de la borrachera de Arrabal-, pues en él pasó de todo. Leopoldo María, acompañado por un loquero del manicomio de Las Palmas, se presentó con una enorme bolsa de cocacolas -creo que eran diecisiete-, por si en Prado del Rey no había suficientes existencias para satisfacer su adicción (la tenía), fumó un paquete entero de cigarrillos apagando convulsamente las colillas, respondió con peteneras a todas y cada una mis preguntas y hacia la mitad del programa se fue a mear dejándonos a Jaime Chávarri, a Benito Fernández -autor de El contorno del abismo. Vida y leyenda de Leopoldo María Panero- y a quien esto escribe con la palabra en la boca y los ojos fuera de sus órbitas.
En fin... Leopoldo María era así, y nosotros, los de entonces, novísimos incluidos, todo se lo consentíamos. Nació, a raíz de aquel programa, la leyenda de que el poeta difunto y yo éramos amigos casi inseparables. No era cierto. Los locos no tienen amigos. Pasaron muchos años antes de que volviese a verlo. La última vez que lo hice fue en la Feria del Libro de Las Palmas. Leopoldo María seguía bebiendo cocacola a espuertas, fumando como un poseso, echándome el humo a la cara y soltando naderías desprovistas de significado.
Ayudarlo era imposible. El poeta que no fundó Carnaby Street había decidido, como Rimbaud (salvemos las distancias), que su vida entera tenía que ser una estación en el infierno y jamás se apeó del tren que llevaba a ella. Nadie, nunca, consiguió disuadirlo de tan diabólica tentativa.
¿Lo hacía adrede? ¿Era todo aquel malditismo de utillería barata -llegó incluso, durante sus años de París, a alimentarse con lo que encontraba en los cubos de basura... ¡Él! ¡Un Panero!- algo cuidadosamente calculado para suplir con anécdotas ajenas a la literatura el talento literario y el aliento poético de los que, a mi juicio, carecía?
En mis Memorias de un niño raro (Esos días azules) escribí: "Literatura enferma para lectores enfermos. Locos que hacen garabatos para locos. Quien lo está, o finge que lo está, recibe consideración y aprecio por malo que sea lo que escribe (...) Los versos de Leopoldo María Panero son farfolla, jerga ininteligible, a los que cabe aplicar lo que a propósito de la vida dijese Macbeth: Un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada".
Queda así explicado el título y la incomodidad con la que hoy escribo estas líneas.
FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ, El ruido y la furia, Blog Dragolandia de El Mundo, 8 de marzo de 2014 (AQUÍ)