La fuerza del estilo marquiano está en su capacidad de insinuarse en cada página de Márquez y de su mundo. ¿Es acaso una manera subrepticia de insinuarse, de abrirse paso a costa de un autor que querría resistir?
No creemos que sea así. Creemos, en cambio, que el abandono al estilo nobelmarquiano es voluntario. Y que se trata de una máquina retórica codificada. Una máquina cuyos secretos no es demasiado difícil desvelar.
Regla nº I, o La estética del toque de más
Lo primero que ha de aprender el aspirante a escritor nobelmarquiano es lo siguiente: ser redundante, buscar la voluta ornamental, la zalamería.
Entonces se dejó arrastrar por el instinto, se abrió paso entre el viento y la lluvia, y contrarió la orden del capitán al borde del abismo.
El énfasis es el esqueleto de la frase, la adjetivación está situada en el centro de atención.
Es “sorprendente” la impresión, pero también lo es el rugido; es “radiante” el cráneo a causa de la calvicie total, pero son “radiantes” también las voces de los esclavos, así como es “radiante” el sol y es “inmensa y radiante” la noche. Los crepúsculos son, como es sabido, “fugaces”, pero también pueden serlo los desmayos. Las esclavas de Manuelita Sáenz son “guerreras” e “inmortales”, pero “inmortal” es también la blenorragia.
Regla nº2, o Del machismo estilístico
Tras adjetivar comoquiera y dondequiera, buscar apenas sea posible la metáfora; ahora bien, habrá que aprender a no hacerlo al azar. Será oportuno evitar los medios tonos, y, en cambio, habrá que expresarse por medio de afirmaciones decididas y absolutas. Las zalamerías, las volutas, los giros redundantes y enfáticos deberán añadir a la frase un valor de verdad irrefutable, apodíptica.
Oprimir, aplastar, confundir, perturbar al lector: esta ha de ser la finalidad de la escritura.
Cartagena de Indias –cuyas murallas son, naturalmente, “invencibles”– es “muy noble y heroica ciudad, mil veces cantada como una de las más bellas del mundo”, pero ello no impide que también la bahía de Santa Marta quede en el recuerdo de Bolívar como “la más bella del mundo”. Las tempestades son “bíblicas”, y bíblico son también los improperios y las cóleras.
También el abuso de efectos es una manifestación de autoridad, como lo es la insistencia en recurrir a los mismos adjetivos, a los mismos giros: el autor goza de una impunidad absoluta, puede escribir lo que quiera.
Regla nº 3, o La coartada del paisaje
El general Bolívar “se despidió con una frase amable de cada uno de los miembros de la comitiva oficial. Lo hizo con una sonrisa fingida para que no se le notara que en aquel 15 de mayo de rosas ineluctables estaba emprendiendo el viaje de regreso a la nada”.
Cuando no sepáis qué decir, ni cómo decirlo, condimentad vuestras frases amables con “rosas ineluctables”.
No importa si la expresión carece de significado o es absurda, porque el autor ha definido hábilmente un contexto en el que cualquier absurdo parece provisto de sentido. Si en el Caribe todo es mágico y la realidad supera al sueño, cualquier comparación grosera puede mostrarse como refinada.
Regla nº 4, o El refuerzo de lo que ya se ha dicho
Escribir a la manera nobelmarquiana significará remitir siempre y comoquiera que sea a las páginas escritas con anterioridad.
Escribid siempre lo que esperan de vosotros; así evitaréis al lector la fatiga de lo nuevo. Y dado que la cita ha de mostrarse evidente incluso para el lector distraído, no temáis exagerar.
Por eso en El general en su laberinto no se habla de Bolívar sino en la medida en que es posible hacerlo a través de formas y contenidos extraídos de las anteriores novelas de Márquez. No hay una línea que no nos remita a personajes ya presentados; no hay un adjetivo nuevo, no hay un giro que no haya sido probado antes.
De este modo, para hablar del general se nos ofrece una nueva píldora de mitología marquiana. La metáfora de la “horajasca”, los mismos excrementos de vaca tomados como símbolo de la extrema burla al poder, el mundo fluvial de El amor en los tiempos del cólera y las infelices campañas de Aureliano Buendía.
Regla nº 5, o De la exageración medusea
La quinta regla se enuncia así: la narración deberá sanearse, secarse de todo valor emotivo; a tal efecto se deberán utilizar sin límites las referencias explícitas a las emociones.
Todo debe estar fijado en el mármol de una expresión exacta y exhaustiva. La mirada del autor debe privar a los personajes del soplo vital —a costa, si es necesario, de atontarlos.
Por eso, ni siquiera al hablar de la guayaba —el fruto cuya fragancia, según nuestro autor, resume por entero el enigma del trópico—, ni siquiera al hablar de este supremo símbolo de su imaginario, Márquez podrá abandonarse: también aquí todo deberá ser explícito, fijado en una frase concebida para censurar todo sentimiento.
Si las referencias a la guayaba estuviesen solo insinuadas, si se dejasen en el umbral de lo no dicho, la “fragancia viciosa” del fruto podría decir tal vez demasiado sobre el mundo interior del autor. Por tanto, precisamente porque su estómago no soporta “el terrible poder de evocación de las guayabas maduras” a los lectores deberá mostrárseles tan sólo una escena banal: el general que se embriaga “un instante” con el olor del fruto, le da “un mordisco ávido”, mastica “la pulpa con un deleite infantil”, la saborea “por todos lados” y por último la traga “poco a poco, con un largo suspiro de la memoria”.
Regla nº 6, o De la exclamación narcisista
Por último, siempre que sea posible, procuraremos aplastar bajo el talón al lector. Salpicaremos el texto con instrucciones de uso estrictas y vinculantes, y así haremos todo lo posible por quitarle el aliento.
El general “se empantanaba en aquel viaje sin fin hacia ninguna parte”: ¡qué triste destino! ¡Conmoveos!
La tropa está “carcomida por el tedio”: ¡pobres soldados, víctimas del aburrimiento!
El general “era capaz de apartar océanos y derribar montañas con su terrible poder de seducción”. ¡Qué hombre!
El verdadero contenido de la narración es el metalenguaje narcisista. Todo está escrito con la finalidad de que del coro de lectores se eleven gritos de admiración: ¡Terrible! ¡Fabuloso! ¡Increíble! Todo está programado para arrancar al final un único y unánime gesto: ¡aplausos para el autor!
FRANCESCO VARANINI, Viaje literario por América Latina, El Acantilado, Barcelona, 2000, traducción de Attilio Pentimalli, págs. 71-76.