Ángel González sobre Juan Ramón Jiménez


Mis primeras lecturas de la Generación del 27 fueron Alberti, Lorca y Gerardo Diego. Tengo la seguridad de que la poesía de estos autores me influyó desde el principio. Y, sobre todo, inevitablemente, Juan Ramón Jiménez. La Segunda Antolojía me abrió un mundo nuevo; todavía creo que es su mejor libro. Aunque mi estimación por él haya bajado, sigo pensando que es un gran poeta; pero para mí llegó a ser el único, hasta el punto de que Machado, a quien también empecé a leer entonces con un poco de seriedad, estaba para mí muy tapado por Juan Ramón. Más tarde rectifiqué esta opinión, y he pasado a considerar que Machado es el gran poeta de su tiempo. El libro que escribí sobre Juan Ramón manifiesta mi admiración por él, aunque ya con algunas reservas. No puede negarse que Juan Ramón Jiménez renovó el lenguaje poético español y, en cambio, Machado no lo hizo. Antonio Machado fue, probablemente, un poeta en el último extremo del romanticismo, sin novedades formales. Sin embargo, es un poeta mucho más hondo que Juan Ramón, mucho más rico, misterioso y profundo. Al menos, así lo veo ahora, aunque al principio no haya sido así. En aquel entonces me deslumbró lo que había en Juan Ramón de nuevo, como les pasó a los poetas del 27, que aprendieron en él un nuevo lenguaje, una escritura nueva. Eso me sigue pareciendo admirable. Lo que ocurre es que en Juan Ramón Jiménez no hay mucho más, aparte de un inmenso "yo" que deja muy poco espacio para lo otro y los otros, aunque en su extensísima obra haya momentos excepcionales que desmienten lo que digo. Sus esfuerzos y trampas para negar la muerte y los efectos devastadores del paso del tiempo —trampas que, de manera más conflictiva y "agónica", también hizo Unamuno— me interesan poco ahora.


ÁNGEL GONZÁLEZ, fragmento de Autopercepción intelectual de un proceso histórico, recogido en La poesía y sus circunstancias, Seix Barral, Barcelona, 2005, págs. 431 y 432.

Vargas Llosa sobre Brecht


Imposible vivir en Berlín en este año de 1998 sin toparse a cada paso con la vida, la obra y la cara triste de Bertolt Brecht, singularizada por sus anteojos de miope, su puro capitalista y su gorrita proletaria. El centenario de su nacimiento se celebra con una profusión de exposiciones, representaciones, publicaciones y debates que da vértigo. Hasta la televisión alemana se ha sumado a los festejos adquiriendo los derechos para transmitir treinta y cuatro películas co-dirigidas, escritas y adaptadas por Brecht, o inspiradas en sus obras. Yo, desde luego, lo celebro. Aunque siento una profunda antipatía moral por el personaje y discrepo frontalmente con sus tesis sobre el teatro y la literatura, sigo bajo el hechizo de su genio creador, que descubrí de adolescente, y que me ha llevado desde entonces a leerlo, verlo y oírlo en todas las lenguas a mi alcance. Contribuyo ahora a los homenajes que se le rinden, intentando, en mi insuficiente alemán, hacer lo mismo en el idioma al que -lo reconocen tirios y troyanos- enriqueció con su poesía y sus dramas como pocos escritores de este siglo. (Diré de paso que, en español, Brecht ha tenido suerte: las traducciones de sus obras hechas por Miguel Sáenz son espléndidas).

Su teoría más famosa es la de la "distanciación", el teatro épico, crítico de la realidad social y sacudidor de la conciencia del espectador, que debía reemplazar al aristotélico, imitador de la Naturaleza, que sume al público en la ilusión, ahoga su razón en la emoción, y lo lleva a confundir el espejismo que es el arte con la vida real. Para cumplir su labor pedagógica, instruir a los espectadores en la verdad e incitarlos a actuar, el teatro -el arte- debía ser concebido de modo que alertara sobre su propia condición -hechizo artificial- e hiciera visible la frontera que lo separa de lo vivido. Esta idea, que hubieran suscrito sin vacilar los teólogos vaticanos partidarios del arte edificante -en su caso, las verdades que el arte debía hacer patentes no eran la lucha de clases como motor de la historia y la revolución proletaria que acabaría con la sociedad burguesa, sino las consecuencias del pecado original y el misterio de la transubstanciación-, se hubiera evaporado sin pena ni gloria si, a la hora de ponerla en práctica, el talento de Brecht no hubiera sido capaz de perpetrar aquella operación fraudulenta que, según su teoría, el arte debía evitar mediante la "distanciación": hacer pasar gato por liebre, la ilusión fabricada por la realidad vivida, algo que han hecho y seguirán haciendo todos los verdaderos creadores mientras el arte no sea sustituido del todo por la realidad virtual.

Porque, materializada en las obras que escribió y representada sobre un escenario, esta tesis adquiere una fuerza persuasiva tan grande como las prédicas sobre los valores cristianos en una obra bien montada de Calderón de la Barca. En ninguno de los dos casos este poder de persuasión es congénito a las supuestas verdades que aquellas obras pretenden comunicar; él nace de la destreza técnica, la elocuencia verbal y la astucia de la factura artística, tan ricas que dan un semblante de verdad -verdad científica o verdad revelada- a lo que no es más que ilusión, ficción o, más crudamente, en Brecht y Calderón, patraña ideológica y dogma religioso.

Además de escribir con un talento fuera de lo común, Brecht, desde los años treinta, pero, sobre todo, en el Berliner Ensemble, el teatro que fundó y dirigió en la República Democrática Alemana desde 1949 hasta l956, desarrolló una técnica del trabajo actoral y del montaje escénico de una enorme originalidad, que tuvo una influencia extraordinaria en todo el mundo. Esta técnica pretendía, mediante recursos que abarcan desde detalles escenográficos, alteraciones del flujo temporal de la representación, cambios de ritmo en la actuación, hasta el uso de collages audiovisuales con referencias a hechos históricos ajenos a la anécdota, ir matando la ilusión, impidiendo al espectador abandonarse a la ficción artística, obligándolo a mantenerse consciente de que lo que está espectando es el teatro, no la vida, y sacando por tanto las conclusiones morales y políticas pertinentes de lo que veía respecto al mundo que lo rodeaba.

En la práctica, desde luego, esto no funcionó nunca como en la teoría. Ni en los tiempos en que Brecht y Helen Weigel eran funcionarios de la DDR, uno de los Estados policiales más oscurantistas y corruptores de la conciencia humana que haya conocido la historia, ni ahora, en que, convertido en museo viviente brechtiano, el envejecido Berliner Ensemble monta aún las obras del fundador respetando ortodoxamente el método "distanciador" (con desigual fortuna en los últimos meses: un excelente Leben des Galilei, un discutible Arturo Ui y una delicada posmodernización de Vuelo sobre el Atlántico hecha por Robert Wilson). En la realidad, la "distanciación" no sirvió para acabar con la naturaleza convencional de la puesta en escena, sino para sustituir una convención por otra, desdoblando el espectáculo de una obra en dos vertientes: la anécdota dramática y la técnica distanciadora. El aparato escenográfico y la conducta actoral destinados a remitir al espectador a la realidad y a mantenerle alerta la conciencia, de hecho, se constituyen de por sí en otra ficción, incorporada o añadida a la primera, en otra forma de ilusión, no menos hechiza y artificial que la de la obra dramática, a la que termina por integrarse, enriqueciéndola (en los montajes logrados) con una novedosa dimensión.

Ni antes, en las épocas en que las 'verdades' del catecismo marxista que el teatro de Brecht creía difundir tenían una vasta audiencia en el mundo (en el mundo no sometido a la realidad de los gobiernos marxistas, quiero decir) ni ahora, que, salvo puñaditos de despistados, nadie cree en ellas, han salido los espectadores de un espectáculo brechtiano a inscribirse en el Partido Comunista. (Tampoco salían corriendo en pos de un confesionario los de un auto sacramental de Calderón en el Siglo de Oro). Salían y salen, encantados, no de haber sido esclarecidos y educados por un conocedor de la verdad, un consejero que los ha enrumbado por la buena senda doctrinaria, sino de haber vivido una hermosísima mentira, una ilusión falaz, que, por unas horas, embelleció e hizo más intensas sus vidas, arrancándolos de la vida verdadera y sumergiéndolos en la impalpable e impredecible vida alternativa que crean los artistas. Ni más ni menos que cuando salen de ver una buena representación de Sófocles, Shakespeare, Valle-Inclán o lonesco. Que vivir la ilusión no es algo inocuo, una fugaz diversión, que aquélla deja huellas, a veces muy profundas, en las conciencias, es indiscutible. Pero, también, que estos efectos del arte no los puede planificar ni determinar un creador, aun de tanto talento como Brecht, porque aquellos efectos tienen que ver con la infinita complejidad del fenómeno humano, y la del objeto artístico, que, al entrar en comunión, producen reacciones y consecuencias múltiples, divergentes, en función de la diversidad de los seres humanos y de las cambiantes circunstancias en que se hallan atrapados. No es imposible que un drama de Calderón precipitara en el ateísmo militante a algún espectador y otro saliera de una lección teatral-dialéctica brechtiana convencido de que Dios existe.

Afortunadamente es así, porque, si debiéramos juzgarlas por las racionales convicciones y esquemáticas creencias que propagan, salvo un puñado de obras que escaparon a la cota de malla ideológica -las primeras que escribió, como Tambores en la noche, En la selva de las ciudades, de resabios anarquistas, y las menos propagandísticas, como La ópera de tres centavos- poco quedaría hoy de los dramas 'didácticos' de Bertolt Brecht. Ellos describen una realidad social e histórica en términos de un maniqueísmo rígido, donde los seres humanos son meros plenipotenciarios de abstractas teorías, huérfanos de misterio, libertad y soberanía, ni más ni menos que los títeres de las barracas. Eso sí, el titiritero que los mueve luce una destreza consumada, y es capaz, por ello, de insuflar una ilusión de vida y verdad adonde -si nos distanciamos para juzgarlo con la frialdad conceptual con que él quería que el arte juzgara a la vida- había sobre todo embauque y propaganda.

A la vez que rendimos un homenaje a su genio, y a sus aportes al teatro, no deberíamos olvidar, sin embargo, que detrás de las generosas proclamaciones en favor de la justicia, del progreso y de la paz, que chisporrotean en las obras de Brecht, estaba el Gulag, así como detrás de las piadosas moralizaciones de Calderón ardían las parrillas de la Inquisición. Mientra el autor de Terror y miseria del Tercer Reich recibía el Premio Stalin, muchos millones de inocentes -más aún que los que perecieron en los campos de concentración nazis- padecían tormento y morían en Siberia, y, entre ellos, innumerables militantes comunistas -algunos, buenos amigos suyos- caídos en desgracia. Semejantes horrores ocurrían bajo las narices del director del Berliner Ensemble; pero él miraba hacia otro lado, hacia el mal absoluto, el verdadero enemigo, él Occidente explotador y putrefacto, el imperialismo donde anidaba ya el nuevo nazismo. Que él sabía muy bien, o por lo menos mucho, de lo que ocurría a su alrededor, aparece ahora con luz cegadora en su corres pondencia privada, que publica Surkhamp. Pero, en público, él callaba. Recibía medallas, un buen salario, un teatro, honores, premios, de un régimen que lo utilizaba para su propaganda, y que, por lo demás, ni respetaba su obra ni tenía el menor escrúpulo en censurarlo. Él se dejaba utilizar, censurar, y, aunque deslizaba a veces algunos rezongos en oídos seguros -para redimirse ante la posteridad-, se prestó a la farsa y fue, en esos últimos siete años de su vida, lo que Neruda, otro genio de moral hemipléjica, hablando de los poetas franquistas, llamó un "silencioso cómplice del verdugo".

¿Es mezquino hurgar en estas humanas debilidades del genio en medio del fuego de artificio y las fiestas con que el mundo celebra su primer centenario? No, si el genio, como ocurrió con Bertolt Brecht, quiso ser no sólo un buen escribidor, sino, también, un director de conciencia, un dómine en cuestiones morales y políticas, un profesor de idealismo. Para eso es indispensable, además de una pluma sutil y una imaginación fulgurante, una conducta coherente. Es decir, predicar con el ejemplo.


MARIO VARGAS LLOSA, Distanciando a Brecht, El País, 15 de febrero de 1998 (AQUÍ)

Gracq sobre Goethe


Una de las particularidades que me repele en las novelas de Goethe (exceptuando Werther, que he releído siete u ocho veces) es la cualidad abstracta del tejido del relato, que trata casi siempre el mundo exterior como un esbozo (se puede leer casi de principio a fin Las afinidades electivas, que transcurren en el campo, sin encontrar una sola nota de color). No hay apenas grandes escritores que sean más pobres que él, respecto a la ficción, en pequeños detalles verdaderos. Todo lo concreto de las ocupaciones, de los gestos, de las actitudes, se funde, apenas planteado, en un sfumato generalizador y decorativo.


JULIEN GRACQ, fragmento de Leyendo escribiendo, Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja, Madrid, 2005, traducción de Cecilia Yepes, pág. 225.

Wharton sobre Emily Brontë


Sinclair Lewis no es el único creador de seres vivos que tenemos entre los novelistas modernos, pero yo le he escogido como símbolo porque la línea que sigue —aunque corre el peligro de convertirse en rodada— me parece genuina. En su búsqueda de materiales ha seguido el consejo de Goethe y ha hundido su mano en las profundidades de la naturaleza humana y creo que el mayor error de los jóvenes novelistas, de cualquier escuela, ha sido imaginar que los personajes anormales o excesivamente dotados ofrecen un campo más rico que las variedades normales y corrientes. Emily Brontë era una mujer de genio, pero si hubiera vivido más y hubiera tenido más contacto con la realidad habría conseguido sacar de la vida cotidiana en la parroquia de Haworth un libro más profundo y conmovedor de lo que lo hizo retratando una casa de locos. Dostoievski, en El idiota, también abordó el estudio de personajes anormales, pero los mezcló con otros normales, como suele hacer la vida. Y precisamente así fue como demostró que su principal interés para el lector radicaba no tanto en su caso particular sino en sus reacciones trágicas y destructivas hacia lo normal. Y los lectores que, a pesar de la admiración que sienten por Cumbres borrascosas a veces encuentran dificultad en separar a Heathcliff de Earnshaw y a una Catherine de la otra, no olvidarán fácilmente la presencia viva del príncipe Mishkin y su extraña vigilia con el asesino junto al cadáver de Nastasia.


EDITH WHARTON, Criticar ficción, Páginas de espuma, 2012, Madrid, traducción de Amelia Pérez de Villar, págs. 75 y 76.

Brodsky sobre Solzhenitsin


Un gran escritor es el que agranda la perspectiva de la sensibilidad humana, el que muestra una oportunidad, una pauta que seguir a quien ya no sabe qué hacer ni adónde ir. Después de Platónov, lo más cerca que estuvo la prosa rusa de producir esa clase de escritor fue con Nadiezhda Mandelstam, con sus memorias, y, en menor medida, con Alexandr Solzhenitsin, con sus novelas y prosa documental. Me permito poner a este gran hombre en el segundo puesto en gran medida por su aparente incapacidad para discernir tras el sistema político más cruel de la historia del cristianismo el fracaso humano, por no decir el del propio credo (¡para que luego hablen del severo espíritu de la religión ortodoxa!). Dada la magnitud de la pesadilla histórica que describe, esa incapacidad en sí misma es lo suficientemente espectacular para que sospechemos una dependencia entre conservadurismo estético y resistencia a la idea de que el hombre es radicalmente perverso. Aparte de la consecuencia estilística para la escritura, la negativa a aceptar dicha idea contribuye a la recurrencia de dicha pesadilla a la luz del día... en cualquier momento.


JOSEPH BRODSKY, fragmento de Catástrofes en el aire, recogido en Menos que uno: Ensayos escogidos, Ediciones Siruela, Madrid, 2006, traducción de Carlos Manzano, pág. 258.

Vidal sobre Mishima


Desde el punto de vista técnico, las novelas de Mishima son poco atrevidas, lo que en modo alguno supone un inconveniente, aunque dice mucho acerca de su obra el que nunca hiciera nada que pudiera considerar completamente propio. Enseguida quedaba satisfecho con modelos familiares, que además no eran los mejores. Es paradójico que sea sólo en su reelaboración de las obras dramáticas No [arte dramático tradicional que combina teatro, danza, música y poesía] cuando Mishima parece "original", brillante y audaz en lo que a sus efectos respecta, como Ibsen en sus mejores momentos. Lo que queda como recuerdo de sus novelas no son más que obsesiones carnales y ensueños sádicos: de forma invariable, el muchacho bien amado sangra, mientras el marinero que perdió la gracia del mar (la naturaleza de su gracia nunca queda del todo clara) es descuartizado por un grupo de jóvenes pubescentes. Las conversaciones sobre arte son a menudo interesantes, aunque rara vez llegan a la brillantez (en la novela norteamericana no hay conversaciones acerca del arte, una virtud negativa, pero virtud al fin y al cabo).

En la obra de Mishima, tras pasar por el filtro de sus traductores, no hay humor, y apenas ingenio; se observa cierta ironía, pero al estilo de W. Somerset Maugham... las cosas no son lo que parecen, las personas respetables esconden vicios. Por cierto, a aquellos que creen que la cultura japonesa es densa, portentosa, sangrienta y dada a los rituales (en otras palabras, como las películas japonesas de samurais), hay que advertirles que ni siquiera los fundadores de la prosa literaria japonesa (la dama Murasaki y Sei-Shonagon) tenían un ingenio muy profundo. En el caso de Sei-Shonagon, más bien lo contrario.

Mishima, el escritor más famoso y atareado de Japón, dejó, no un jardín, sino todo un paisaje de flores artificiales; a pesar de Mishima, la flor artificial es tan perecedera como la auténtica. Lo único que ocurre es que el desaguisado es mayor cuando se intenta reciclarla. Tengo la sospecha de que una buena parte de su aburrimiento con las palabras tenía que ver con una temperamental falta de interés en las mismas. Las novelas apenas si ofrecen un desarrollo particular con el paso de los años, y muy poca variedad. En libros posteriores, la obsesiones tienden a adueñarse de todo, lo que nunca basta (si bastara, el marqués de Sade sería tan grande como afirman los enemigos del arte).

Mishima fue un artista menor en el sentido de que, como nos dice Auden, una vez que el artista menor "ha alcanzado la madurez y se ha encontrado a sí mismo, deja de tener historia. El gran artista, por otra parte, siempre se está encontrando a sí mismo, de modo que la historia de sus obras recapitula o refleja la historia del arte". Incapaz o reacio a cambiar su arte, Mishima cambió su vida a través del sol, el acero y la muerte, y de ese modo se convirtió en una figura artística con mayúsculas en el único modo en que —me temo— son capaces de entenderlo nuestros contemporáneos: no a través de la obra, sino mediante la vida.


GORE VIDAL, fragmento de "La muerte de Mishima", publicado originalmente el 17 de junio de 1971 en The New York Review of Books, recogido en Ensayos (1952-2001), Edhasa, Barcelona, 2007, traducción de Eduardo Iriarte, págs. 407-409.

Némirovski sobre Corneille


PREGUNTA: ¿Corneille o Racine? ¿Cuál de los dos la emociona más?
IRÈNE NÉMIROVSKI: Nunca me ha gustado Corneille, lo confieso. Por Racine siento una admiración ferviente; daría todo Corneille por Atalía, por ejemplo.


IRÈNE NÉMIROVSKI, respuestas a L'Intransigeant, 2 de septiembre de 1930, recogido en Cartas de una vida, Salamandra, Barcelona, 2024, traducción de José Antonio Soriano Marco, pág. 465.

Dalton sobre Borges


DE UN REVOLUCIONARIO A J. L. BORGES

Es que para nuestro Código de Honor,
usted también, señor, fue de los tantos lúcidos que agotaron la infamia.
Y en nuestro Código de Honor
el decir: «¡qué escritor!»
es bien pobre atenuante;
es, quizás,
otra infamia...


ROQUE DALTON, Antología, Editorial Txalaparta, 1995, págs. 138 y 140.

Benedetti sobre Lezama Lima


Lezama Lima siempre ha sido altamente estimado, a nivel latinoamericano, por una élite intelectual que a menudo se envanece de su propia admiración, como si el mero hecho de entender a Lezama les otorgara una patente de talento y erudición. Primer malentendido. Si bien Lezama es —de ello no cabe duda— un poeta difícil, solo en raras ocasiones resulta absolutamente impenetrable.

Quizá deba empezar por admitir que, cuando en algún reportaje me preguntan por mis poetas, nunca incluyo a Lezama Lima. Siempre he hallado que se levanta un muro entre su poesía y mi atención de lector, pero ese muro no es precisamente el hermetismo, sino cierta extraña sensación de que la poesía es en él una empresa estrictamente privada, un enfrentamiento entre esa mirada fija o retador desconocido, que, según Lezama, es la poesía, y el poeta que acepta su reto y la resiste. 


MARIO BENEDETTI, fragmento de Lezama Lima, más allá de los malentendidos, artículo de 1976 recogido en El ejercicio del criterio, Alfaguara, 1995, Madrid, pág. 242.

NOTA DE LA ADMINISTRACIÓN: Sin embargo la consideración general que la obra de Lezama Lima merece a Benedetti es muy positiva (AQUÍ)

Monterroso sobre Musil


JORGE RUFFINELLI: Una vez te oí decir que no te gusta Musil, en presencia de García Ponce. ¿Lo hiciste para polemizar con él, que es muy musiliano, o bien así lo sientes?
MONTERROSO: Supongo que lo hice para conversar más a gusto. Pero en realidad nunca pude comprender a Musil, o mejor dicho, sentir a Musil. Intenté con buen ánimo leer El hombre sin cualidades. Las primeras cincuenta páginas me parecieron fascinantes, las segundas también, y pensé que pasaría lo mismo con el resto. Desgraciadamente a partir de ahí me di cuenta de que era siempre igual, siempre igual, y de que él sabía que era irónico. [...] En cualquier texto, satírico o no, puede entrar la ironía, pero como recurso literario, no como característica personal, y menos consciente, del autor. ¿Te imaginas lo ridículo que habría sido si Cervantes en su autorretrato hubiera dicho: este que veis aquí, de rostro aguileño, de espíritu irónico, etc? Me pareció que Musil casi lo decía.


AUGUSTO MONTERROSO, Viaje al centro de la fábula, Alfaguara, Madrid, 1999, págs. 28 y 29.

Bolaño sobre Allende, Mastretta y Serrano


PREGUNTA: ¿No cree que si se hubiera emborrachado con Isabel Allende y Ángeles Mastretta otro sería su parecer acerca de sus libros?
ROBERTO BOLAÑO: No lo creo. Primero, porque esas señoras evitan beber con alguien como yo. Segundo, porque yo ya no bebo. Tercero, porque ni en mis peores borracheras he perdido cierta lucidez mínima, un sentido de la prosodia y del ritmo, un cierto rechazo ante el plagio, la mediocridad o el silencio.

PREGUNTA: ¿Cuál es la diferencia entre una escribidora y una escritora?
ROBERTO BOLAÑO: Una escritora es Silvina Ocampo. Una escribidora es Marcela Serrano. Los años luz que median entre una y otra.


ROBERTO BOLAÑO, fragmento de Estrella distante: la última entrevista a Roberto Bolaño, Mónica Maristain, julio de 2003, publicada originalmente en Play Boy México y Página/12 de Argentina. Toda la entrevista AQUÍ.

Jong sobre Morrison


Desearía que Toni Morrison, una escritora deslumbrante y un gran ser humano, hubiera ganado el premio Nobel solo por su excelencia a la hora de poner una palabra detrás de otra. Estoy encantada con su elección, pero sospecho que su premio no fue motivado únicamente por consideraciones artísticas. ¿Por qué el arte en sí mismo no puede ser suficiente? ¿Debemos usar también al artista como muestra de progresismo?


ERICA JONG, recogido por Hilton Als en el artículo Ghots in the house, New Yorker, 27 de octubre de 2003. Todo el artículo AQUÍ.

Breton sobre Camus


¿Qué es ese fantasma de rebelión que Camus se esfuerza por acreditar y detrás de qué se cobija? A una rebelión en la que se haya introducido la medida, a una rebelión vaciada de su contenido pasional, ¿que puede quedarle? No dudo de que muchos se dejen engañar con semejante artificio: se ha conservado la palabra y se ha suprimido la cosa.


ANDRÉ BRETON, recogido por ALAIN FINKIELKRAUT en "Aquí están los míos, mis maestros, mi linaje...": Lectura de El primer hombre, de Albert Camus, incluido en Un corazón inteligente, Alianza Editorial, Madrid, 2010, traducción de Elena M. Cano e Íñigo Sánchez-Paños, págs. 83 y 84.

NOTA DE LA ADMINISTRACIÓN: Breton formula esta crítica a raíz de la publicación de "El hombre rebelde", donde Camus sostiene que la rebelión es propia del que "se contiene", hermana del límite y la medida.

Proust sobre Balzac


En la actualidad se pone a Balzac por encima de Tolstói. Es locura. La obra de Balzac es antipática, gesticulante, llena de ridiculeces, la humanidad es juzgada en ella por un hombre de letras deseoso de hacer un gran libro, en Tolstói por un dios sereno. Balzac llega a dar la impresión de lo grande, en Tolstói todo es naturalmente más grande, como los cagajones de un elefante al lado de una cabra.


MARCEL PROUST, fragmento de León Tolstói, escrito en ¿noviembre de 1910?, recogido en Escribir: Escritos sobre arte y literatura, Páginas de Espuma, Madrid, 2022, traducción de Mauro Armiño, pág. 155.

Achebe sobre Conrad


Joseph Conrad era un completo racista. Que esta simple verdad sea pasada por alto en las críticas a su obra se debe al hecho de que el racismo blanco contra África es una forma tan habitual de pensar que sus manifestaciones pasan completamente desapercibidas. Los estudiosos de "El corazón de las tinieblas" a menudo le dirán que Conrad no se preocupa tanto por África como por el deterioro de una mente europea provocado por la soledad y la enfermedad. Dirán que en el relato Conrad es, en todo caso, menos caritativo con los europeos que con los nativos, que el propósito del relato es ridiculizar la misión civilizadora de Europa en África. Un estudioso de Conrad me dijo en Escocia que África no es más que un escenario para la desintegración de la mente del señor Kurtz.

Lo cual es, en parte, el asunto. África como escenario y telón de fondo que elimina al africano como factor humano. África como un campo de batalla metafísico desprovisto de cualquier humanidad reconocible, donde el europeo errante entra por su cuenta y riesgo. ¿Es que nadie puede ver la absurda y perversa arrogancia en reducir así a África al papel de puntal de la ruptura de una mente europea mezquina? Pero ese ni siquiera es el punto. La verdadera cuestión es la deshumanización de África y de los africanos que ha fomentado y sigue fomentando esta actitud secular en el mundo. Y la pregunta es si una novela que celebra esta deshumanización, que despersonaliza una parte de la raza humana, pueda ser llamada una gran obra de arte. Mi respuesta es: no, no puede.


CHINUA ACHEBE, fragmento de «Una imagen de África: racismo en “El corazón de las tinieblas” de Conrad», publicado originalmente en inglés en The Massachusetts Review, 1977, recogido por la Revista Tabula Rasa, Nº 20, Bogotá, 13-25, enero-junio de 2014, traducción de Cristóbal Gnecco, pág. 20.

Russell sobre Nietzsche


Nietzsche no se cansa nunca de menospreciar a las mujeres. En su obra seudo-profética "Así hablaba Zaratustra", dice que las mujeres no son, todavía, capaces de amistad; son aún gatos, o pájaros o, a lo más, vacas. «Los hombres deben ser adiestrados para la guerra y las mujeres para el recreo de los guerreros. Toda otra cosa es tontería». El recreo del guerrero ha de ser de una forma peculiar si hemos de confiarnos en su enfático aforismo sobre este particular: «¿Vas con una mujer? No olvides el látigo». 

No siempre es tan feroz, aunque siempre es igualmente desdeñoso. En "La voluntad de Poder" dice: «Nos complacemos en la mujer como quizá la más exquisita, delicada y etérea clase de criatura. ¡Qué gusto es encontrar criaturas que sólo tienen en la cabeza bailes, tonterías y finuras! Ellas han sido siempre la delicia de toda alma varonil tensa y profunda». Sin embargo, incluso estas gracias sólo se encuentran en las mujeres mientras son mantenidas en orden por hombres varoniles; tan pronto logran alguna independencia se vuelven intolerables. «La mujer tiene muchos motivos para avergonzarse; en la mujer hay mucha pedantería, superficialidad, suficiencia, presunciones ridículas, licencia, e indiscreción oculta… que hasta aquí ha sido en realidad mejor refrenada y dominada por el miedo al hombre». Así habla en "Más allá del bien y del mal", donde añade que debíamos considerar a las mujeres como una propiedad, como los orientales. Todo su juicio sobre las mujeres es ofrecido como una verdad axiomática; no está respaldado por pruebas históricas o por su propia experiencia, que, en lo que respecta a las mujeres, casi se redujo a su hermana.

[...] Su opinión de las mujeres, como la de todos los hombres, es una objetivación de su propia emoción respecto a ellas, que es claramente una sensación de temor. «No olvides tu látigo», pero de cada diez mujeres, nueve le hubieran arrebatado el látigo, y él lo sabía, por lo que se apartaba de ellas, curando su vanidad herida con observaciones desagradables. 


BERTRAND RUSSELL, Historia de la filosofía occidental, RBA, 2005, traducción de Julio Gómez de la Serna & Antonio Dorta.

Taleb sobre Sontag


Siempre recordaré mi encuentro con la escritora Susan Sontag, en gran medida porque ese mismo día conocí a otro icono cultural, el gran Benoît Mandelbrot. Ocurrió en 2001, dos meses después del 11-S, en una emisora de radio de Nueva York. Sontag sintió curiosidad por un tipo que «estudia el azar» y vino a verme después del programa. Cuando descubrió que yo era un agente de inversiones, me soltó que ella estaba «en contra del sistema de mercado», y acto seguido me volvió la espalda dejándome con la palabra en la boca, simplemente para humillarme, mientras su asistente me miraba como si yo fuera un asesino confeso de niños pequeños. Para olvidarme del incidente y poder justificar de algún modo su comportamiento, me imaginé que vivía en una especie de comuna rural, donde cultivaba sus propias verduras, escribía con papel y lápiz, practicaba el trueque; en fin, la clase de cosas que se hacen en una comuna.

Pero no, resulta que no cultivaba verduras. Dos años después, encontré su obituario por mera casualidad (he esperado una década y media para comentar el incidente porque no deseaba hablar mal de la difunta). En el mundo editorial se quejaban de su codicia: a su editor, la casa Farrar, Straus and Giroux, le había sacado millones de dólares por una novela. Vivía junto con su novia en una mansión de Nueva York, que más tarde se vendió por 28 millones de dólares. Probablemente creía que insultar a la gente con dinero le daba una aureola de santa inmaculada, eximiéndola de jugarse la piel.


NASSIM NICHOLAS TALEB, Jugarse la piel, Paidós, 2019, traducción de Francisco Rodríguez Esteban.

Palahniuk sobre los escritores que proceden de lugares académicos


En el primer taller de escritura al que asistí, era obligatorio leer El arte de escribir novelas de John Gardner, del que nunca hablamos y al que no nos referimos de ninguna manera. Gracias a Dios. Sus alusiones constantes a la literatura clásica me dejaban fuera. He descubierto que la mayoría de los escritores pertenecen a una de dos categorías. La primera viene del mundo académico, con textos recargados y sin apenas ímpetu argumental ni dinamismo. La segunda categoría de escritores viene del periodismo y usa un lenguaje simple y claro para contar historias llenas de acción y de tensión.

Mi licenciatura es en Periodismo. Mi método, periodístico. En vez de a John Donne, me dediqué a leer a Jacqueline Susann. Hay más gente bien leída en materia de literatura popular, y yo quería que este libro atrajera a gente que se agobia con libros como el de Gardner. Asimismo, la narrativa que sugiero aquí consiste en su mayor parte en colecciones de relatos y novelas cortas. Es más fácil entender cómo funciona la narrativa breve. Puedes tener el relato entero en la cabeza y descubrir el propósito de cada palabra.

En orden alfabético, los libros son:

ACID HOUSE de Irvine Welsh
AIRSHIPS de Barry Hannah
CAMPFIRES OF THE DEAD de Peter Christopher
CATEDRAL de Raymond Carver
CUENTOS COMPLETOS de Amy Hempel
EL PÚGIL EN REPOSO de Thom Jones
ESCLAVOS DE NUEVA YORK de Tama Janowitz
GENERACIÓN X de Douglas Coupland
HIJO DE JESÚS de Denis Johnson
INVITADO DE HONOR de Joy Williams
LA LOCURA DE AMAR LA VIDA de Monica Drake
LA NOCHE EN CUESTIÓN de Tobias Wolff
LEJOS DE NINGUNA PARTE de Nami Mun
LOS BOYS de Junot Díaz
LOS CONFIDENTES de Bret Easton Ellis
LUGARES REMOTOS de Tom Spanbauer
SE ACABÓ EL PASTEL de Nora Ephron
THE ICE AT THE BOTTOM OF THE WORLD: STORIES de Mark Richard
THROUGH THE SAFETY NET: STORIES de Charles Baxter.


CHUCK PALAHNIUK, Lista de lecturas: Narrativa, recogido en Plantéate esto: Momentos de mi vida como escritor que lo cambiaron todo, Random House, 2022, traducción de Javier Calvo.


Russell sobre Aristóteles


Aristóteles mantenía que las mujeres tienen menos dientes que los hombres; aunque estuvo casado dos veces, jamás se le ocurrió comprobar tal afirmación examinando la boca de sus esposas. También decía que los niños serían más sanos si eran concebidos cuando soplaba viento Norte. Uno deduce que las dos señoras de Aristóteles habrían de apresurarse todas las noches a salir y mirar la veleta, antes de irse a la cama. Afirma que el hombre mordido por un perro rabioso no se vuelve rabioso, pero sí cualquier otro animal; que la mordedura de musaraña es peligrosa para el caballo, especialmente si la musaraña está embarazada; que los elefantes víctimas de insomnio pueden ser curados frotándoles los hombros con sal, aceite de oliva y agua caliente, y así sucesivamente. No obstante, los cínicos directores de colegio, que jamás han observado un animal, excepto el gato y el perro, continúan elogiando a Aristóteles por su fidelidad a la observación.


BERTRAND RUSSELL, El impacto de la ciencia en la sociedad, Aguilar, 1967, traducción de Juan Novella Domingo.

Capote sobre Frost


PREGUNTA: Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «Un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
TRUMAN CAPOTE: Dios me libre de tan degradante encargo. Pero si así fuera…, mmm, veamos. Robert Frost, el laureado poeta americano, sería un personaje bastante memorable. Un auténtico cabrón, como ha habido pocos. Le conocí cuando yo tenía dieciocho años; al parecer no me consideró un adorador lo bastante humilde del altar de su ego. De cualquier modo, le envió una carta difamatoria a Harold Ross, el difunto director del New Yorker, donde entonces yo trabajaba, e hizo que me despidieran del primer y último trabajo con horario fijo que he tenido. Quizá me hizo un favor, pues entonces me puse a escribir mi primer libro, Otras voces, otros ámbitos.


TRUMAN CAPOTE, fragmento de Autorretrato (1972), incluido en Los perros ladran, Anagrama, Barcelona, 1999, traducción de Damián Alou.