¿Qué es ese fantasma de rebelión que Camus se esfuerza por acreditar y detrás de qué se cobija? A una rebelión en la que se haya introducido la medida, a una rebelión vaciada de su contenido pasional, ¿que puede quedarle? No dudo de que muchos se dejen engañar con semejante artificio: se ha conservado la palabra y se ha suprimido la cosa.
Troya literaria
Escritores criticándose. Blog globetrotter recopilado por MARICRÓNICA.
Breton sobre Camus
¿Qué es ese fantasma de rebelión que Camus se esfuerza por acreditar y detrás de qué se cobija? A una rebelión en la que se haya introducido la medida, a una rebelión vaciada de su contenido pasional, ¿que puede quedarle? No dudo de que muchos se dejen engañar con semejante artificio: se ha conservado la palabra y se ha suprimido la cosa.
Proust sobre Balzac
En la actualidad se pone a Balzac por encima de Tolstói. Es locura. La obra de Balzac es antipática, gesticulante, llena de ridiculeces, la humanidad es juzgada en ella por un hombre de letras deseoso de hacer un gran libro, en Tolstói por un dios sereno. Balzac llega a dar la impresión de lo grande, en Tolstói todo es naturalmente más grande, como los cagajones de un elefante al lado de una cabra.
Achebe sobre Conrad
Joseph Conrad era un completo racista. Que esta simple verdad sea pasada por alto en las críticas a su obra se debe al hecho de que el racismo blanco contra África es una forma tan habitual de pensar que sus manifestaciones pasan completamente desapercibidas. Los estudiosos de "El corazón de las tinieblas" a menudo le dirán que Conrad no se preocupa tanto por África como por el deterioro de una mente europea provocado por la soledad y la enfermedad. Dirán que en el relato Conrad es, en todo caso, menos caritativo con los europeos que con los nativos, que el propósito del relato es ridiculizar la misión civilizadora de Europa en África. Un estudioso de Conrad me dijo en Escocia que África no es más que un escenario para la desintegración de la mente del señor Kurtz.
Russell sobre Nietzsche
Nietzsche no se cansa nunca de menospreciar a las mujeres. En su obra seudo-profética "Así hablaba Zaratustra", dice que las mujeres no son, todavía, capaces de amistad; son aún gatos, o pájaros o, a lo más, vacas. «Los hombres deben ser adiestrados para la guerra y las mujeres para el recreo de los guerreros. Toda otra cosa es tontería». El recreo del guerrero ha de ser de una forma peculiar si hemos de confiarnos en su enfático aforismo sobre este particular: «¿Vas con una mujer? No olvides el látigo».
Taleb sobre Sontag
Siempre recordaré mi encuentro con la escritora Susan Sontag, en gran medida porque ese mismo día conocí a otro icono cultural, el gran Benoît Mandelbrot. Ocurrió en 2001, dos meses después del 11-S, en una emisora de radio de Nueva York. Sontag sintió curiosidad por un tipo que «estudia el azar» y vino a verme después del programa. Cuando descubrió que yo era un agente de inversiones, me soltó que ella estaba «en contra del sistema de mercado», y acto seguido me volvió la espalda dejándome con la palabra en la boca, simplemente para humillarme, mientras su asistente me miraba como si yo fuera un asesino confeso de niños pequeños. Para olvidarme del incidente y poder justificar de algún modo su comportamiento, me imaginé que vivía en una especie de comuna rural, donde cultivaba sus propias verduras, escribía con papel y lápiz, practicaba el trueque; en fin, la clase de cosas que se hacen en una comuna.
Palahniuk sobre los escritores que proceden de lugares académicos
En el primer taller de escritura al que asistí, era obligatorio leer El arte de escribir novelas de John Gardner, del que nunca hablamos y al que no nos referimos de ninguna manera. Gracias a Dios. Sus alusiones constantes a la literatura clásica me dejaban fuera. He descubierto que la mayoría de los escritores pertenecen a una de dos categorías. La primera viene del mundo académico, con textos recargados y sin apenas ímpetu argumental ni dinamismo. La segunda categoría de escritores viene del periodismo y usa un lenguaje simple y claro para contar historias llenas de acción y de tensión.
Russell sobre Aristóteles
Aristóteles mantenía que las mujeres tienen menos dientes que los hombres; aunque estuvo casado dos veces, jamás se le ocurrió comprobar tal afirmación examinando la boca de sus esposas. También decía que los niños serían más sanos si eran concebidos cuando soplaba viento Norte. Uno deduce que las dos señoras de Aristóteles habrían de apresurarse todas las noches a salir y mirar la veleta, antes de irse a la cama. Afirma que el hombre mordido por un perro rabioso no se vuelve rabioso, pero sí cualquier otro animal; que la mordedura de musaraña es peligrosa para el caballo, especialmente si la musaraña está embarazada; que los elefantes víctimas de insomnio pueden ser curados frotándoles los hombros con sal, aceite de oliva y agua caliente, y así sucesivamente. No obstante, los cínicos directores de colegio, que jamás han observado un animal, excepto el gato y el perro, continúan elogiando a Aristóteles por su fidelidad a la observación.
Capote sobre Frost
PREGUNTA: Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «Un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Borges sobre Dostoyevski
Pamuk sobre la literatura comprometida
Volpi sobre Bolaño
Voy a decir algo que los fanáticos de Bolaño no me van a perdonar: a mí no me gustan los cuentos de Bolaño; es más, creo que Bolaño no era muy buen cuentista, aunque tenga un par de cuentos memorables. Confieso que siempre he tenido la impresión de que los cuentos de Bolaño al igual que, en otra medida, sus poemas, eran con frecuencia esbozos o apuntes para textos más largos, para la distancia media que tan bien dominaba y para las distancias largas que dominaba como nadie. Por eso me parece un despropósito continuar destripando su computadora para publicar no solo los textos que el propio Bolaño nunca quiso publicar, sino incluso fragmentos, cuentos y poemas truncados, pedacería que en nada contribuye a revelar su grandeza o que incluso la estropea un poco —como si cada línea salida de la mano de Bolaño fuese perdurable.
Borges sobre Baroja
Pío Baroja es un viejo y tenaz enemigo de América. Dispersos en su vasta obra hay más de cuatro conceptos hirientes, injustos y agresivos contra los americanos, y esto, aunque parezca o pueda parecer paradójico, es un motivo bastante serio para que la crítica de cualquiera de los países de América arroje de cuando en cuando una mirada sobre los libros de Baroja.
Chirbes sobre Pérez-Reverte
Cabo Trafalgar, de Pérez-Reverte. Otra forma de espíritu: revolución en el casticismo. Al parecer resulta excelente, no sé si correcta, no entiendo de eso, ni me he documentado, la reconstrucción de las batallas, el novelado de la terminología bélica y marinera. Eso dicen los críticos. Pero, y el pero es muy grave (y tiene que ver con lo que ayer escribía acerca del espíritu moderno y las diversas formas de entenderlo), el artefacto me produce repelús, un sentimiento de rechazo que, a medida que avanza el libro, roza la indignación. Me resultan insoportables los diálogos, que apenas ayudan a construir a los personajes; o, más bien, los destrozan. Pérez-Reverte está convencido de que como novelista puede hacer lo que le salga de los cojones (por usar el lenguaje que le gusta) y le brinda al lector un descabellado recital de lenguaje macarra, lenguaje de corte «vallekano», pura movida madrileña en boca de estos pobres hombres que tomaron sopas en el siglo XVIII, y, sin salirse de ese arbitrario espacio –por otra parte es lo suficientemente ancho–, ofrece un esperpento de rancio españolismo levantado en armas frente a lo gabacho, una forma de variante de Torrente, el brazo armado de la ley, en la que no faltan toques de lo que conocemos como prensa del corazón.
Algunas frases que dicen los personajes: «una cosa discreta, sufrida, fashion» (pág. 36); «como los enanitos del bosque, aibó, aibó» (pág. 39), «el pifostio» (pág. 51), «les meto a los ingleses… un gol que se van a ir de vareta» (pág. 68), «¿Cómo se dice poca picha en gabacho?» «Poca piché» (pág. 71), «¿cómo lo llevas, curriyo, pisha?» «Fatá, compare…vaaaag» (pág. 81), «Toma candela yesverigüe fandango, pa ti y pa tu primo. Tipical spanish sangría. Joputa. Yu understán?» (pág. 89), «la cosa está más claire que la lune, mon ami Pierrot» (pág. 99), o «Que se me tombe par terre la chorra…» (pág. 100).
Horacio Nelson, en el texto, se nos presenta como «un marino de pata negra», un «Jabugo de los mares». En la construcción del esperpento patriótico, da todo igual, pata negra o «Nati Mistrati» (pág. 168), el «zipizape» (pág. 215), o el camarero que dice «¿Oído barra?» (pág. 95). Churruca se casa con un yogurcito de buena familia, y los hay que «cantan la traviata» en la página 140. Y a eso los críticos sesudos lo tratan como novela histórica. «Yes, verywell». El autor es académico.
El artefacto va dirigido a un público de ideología (llamémoslo así) tan confusa como la que mueve las hinchadas de los campos de fútbol, vagamente irritado por el injusto trato que le da la vida, y tocado en sus valores patrios por algo que ha roto con lo que se supone que hubiera sido su buena vida de siempre: hay xenofobia (antigabacherío) y vindicación de la España de siempre: populismo de la España de los de abajo, siempre traicionada. Y el texto se abre a una profusión de proclamas contra la modernidad, y –de nuevo– a favor del pueblo irredento al que castigan, roban y desprecian unos señoritos finos amariconados y afrancesados. Lo dicho: Reverte derrocha dosis de populismo y demagogia. Aunque (y aquí entra la tradición interclasista del franquismo: escribimos después de ese huracán) los conceptos de «Valor» y «España» pueden unir a los de arriba con los de abajo. Así, Marrajo, el delincuente enrolado a la fuerza, quiere matar al teniente Macua, que fue quien lo capturó en la taberna y lo embarcó, pero acaba admirándolo, y peleando consigo mismo y contra los ingleses para ser un héroe como él. Al fin y al cabo, Marrajo y Macua son buenos españoles los dos. En el fragor de la batalla, Marrajo sube al palo mayor envuelto en la bandera española y abrasado por la rabia que le produce la muerte de un jovencísimo guardiamarina. El espíritu de sacrificio y el afán de redimir los viejos delitos lo llevan a una plusvalía de heroísmo, al éxtasis patriótico: se envuelve en la bandera española y se exhibe frente al poderoso tres puentes inglés («perros, hijos de la grandísima puta, aúlla») y trepa por los obenques, y, mientras «todos los ingleses del mundo y la perra que los trajo» disparan, él alcanza la cofa, desde cuya altura, grita: «¿Y sabéis lo que os digo, casacones jodiospolculo?… ¿Queréis saberlo? ¡¡¡Pues que me vais a chupar el cipote!!!» (pág. 252). En ese instante, «desde el navío inglés llega el clamor de los enemigos que lo vitorean» admirados ante tanto valor: página 253, y fin de la novela. ¿A que uno no se puede creer que alguien se atreva a escribir eso? Pues él lo ha escrito, y los críticos lo han alabado.
Ni siquiera en los años cuarenta del pasado siglo los novelistas del régimen se atrevieron a redactar un capítulo en ese tono (a lo mejor sí, las historias de la literatura no lo guardan y yo no lo recuerdo). Algunos se acercaron a eso. Tampoco sé si el guiño que Pérez-Reverte quiere hacer, con esta España madrastra que castiga a sus hijos, lo es a Galdós, y a los Episodios nacionales: en cualquier caso este Trafalgar resulta un exponente de cómo el franquismo –que heredó lo peor del primorriverismo, el populismo borbónico, el cuplé patriótico y el flamenquismo del que se queja Corpus Barga en sus memorias– se ha colado en la mirada de lo popular, apropiándose de ella. En la literatura española de después de Franco, cualquier novelista decente tiene que triturar previamente el tópico para reconstruir lo popular. No se puede incorporar lo popular desde una supuesta inocencia. Es necesario abrir un paréntesis. Cabo Trafalgar de Pérez-Reverte no es Trafalgar, de Galdós, ni el heroísmo de sus personajes es el de los soldaditos del Imán, de Sender, ese libro excelso escrito contra Dios, la Patria, el Rey, el Ejército que los defiende y la puta que los parió a todos ellos. Está más cerca de Pemán y, si estuviera mejor escrito y con más inteligencia, de García Serrano, de la novela militar de la posguerra civil (o de las humoradas de aquel Álvaro de Laiglesia, director de La Codorniz). Es un fruto tardío del franquismo, en la medida en que lo es el Torrente de Santiago Segura, o buena parte de lo grunge que ofrece El País de las Tentaciones, o los chistes de fósforos del locutor Carlos Herrera con su sevillanismo de cuartel posprimorriverista. Leyendo Cabo Trafalgar, cobra urgente actualidad La gallina ciega, de Max Aub. Ha ocurrido algo irreparable en la historia de España que no admite la espontaneidad, la inocencia; que exige cirugía al enfrentarse a ciertos temas, a ciertas formas. Digamos que parece que, después de Franco, ya no es posible un Arniches. La bonhomía popular que los franceses de mediados del siglo pasado encontraron en gente como Pagnol, o los italianos con el Don Camilo de Guareschi, aquí no cuajó. No podía cuajar. No hay arnichismo popular contemporáneo que no venga corrompido por el franquismo. Lo que me escandaliza de los personajes de Pérez-Reverte no es el lenguaje, ni los anacronismos que usa como chiste, sino lo que ese lenguaje traduce: los modales, el tipo moral a quien corresponde. No, no soy Virginia Woolf rasgándose las vestiduras por cómo hablan los personajes del Ulises de Joyce. Soy solo yo, que oigo el Viva España de los campos de fútbol, el Puto Valencia de los alicantinos, el moro hijoputa, o Catalán Polaco, o el rájalo, y tiemblo porque sé que ahí se incuba el huevo de la serpiente del fascismo que venga. Y esas son las maneras que homenajea Pérez-Reverte en su cuento, ese, y no el de Galdós, es el pueblo que le gusta: las agallas de Marrajo, a quien le da una pájara que no puede explicarse, una borrachera bélica, de la misma índole que la que le da al hincha que se encuentra arropado por la peña en el campo de fútbol. El gesto de Marrajo es justo el contrario del que lleva al Santiuste de Galdós a despreciar la guerra (qué delicadeza, qué sensibilidad en el tratamiento de todos los personajes galdosianos, cómo indigna que este Trafalgar de Reverte pueda asociarse con el del maestro), nada que ver con los soldados de Imán, con la rabia de su protagonista cuando le pone en la teta la banda a la cupletista con el latón de la medalla, basura patriótica. Sus posiciones morales son contrarias. Reverte escribe para los herederos de los oficiales africanistas que retrata Sender. Su modelo, más que Galdós, sería el Pedro Antonio de Alarcón del Diario de un testigo de la guerra de África, y ni siquiera, porque Alarcón tenía una elegancia que conseguía que el propio Galdós hablara de él con respeto, y, además, el escritor africanista expresa en su libro una ambigua relación con lo moro; el mejor antecedente literario suyo son los discursos patrióticos de Primo de Rivera padre, o los de Queipo en Sevilla con su perfume a coñac de garrafa. Desde luego, que a nadie se le ocurra buscarle antecedentes en las novelas de guerra de principios del siglo XX: Barbusse, Kraus, Remarque, Céline, o el propio Sender. Reverte se nos muestra como un atleta olímpico, campeón en el gran salto atrás. Hacer tragar como moderno lo que la historia había convertido en detestable residuo arqueológico. ¡Ah! Y repito: la crítica sesuda ha comentado favorable, e incluso admirativamente, el libro. ¿Alguien puede venir a explicármelo?
Abad Faciolince sobre García Márquez
Thoreau sobre Gibbon
Me da la impresión de que Gibbon es menos hombre y más estudiante de lo que había anticipado. El motivo de su Historia Romana, según él mismo confiesa, no fue otro que el deseo de fama. En sus puntos de vista religiosos, no diverge noblemente del resto de los hombres, sino que se excusa y se acomoda. Era ambicioso y vanidoso.
Keller sobre La Fontaine
No me gustaron las "Fábulas" de La Fontaine. Las leí primero en una traducción al inglés y las disfruté solo con desgana. Más tarde volví a leer el libro en francés y descubrí que, a pesar de las vívidas imágenes y el maravilloso dominio del lenguaje, no me gustó más. No sé por qué, pero las historias en las que se hace que los animales hablen y actúen como seres humanos nunca me han llamado mucho la atención. Las ridículas caricaturas de los animales me ocupan la mente, excluyendo la moraleja.
Arendt sobre Zweig
En su último artículo, «The Great Silence» (ONA, 9 de marzo de 1942), escrito poco antes de su muerte, Zweig intentó tomar posición en política, la primera vez en toda su vida. En este escrito no aparece la palabra «judío»; por última vez, Zweig intentaba representar a Europa, a Europa Central, que se asfixiaba en silencio. De haberse pronunciado sobre el terrible destino de su propio pueblo, sin duda se habría aproximado a los países europeos cuya lucha contra el opresor fue también una lucha contra la persecución de los judíos. Estos sabían mejor que él, que jamás se preocupó por su destino político, que el horror está completamente desvinculado del hoy, «como si un hombre cayese de lo alto de una cumbre a causa de un fuerte empujón», pues para ellos el ayer no era en absoluto «ese siglo cuyo progreso, ciencia, arte y grandes inventos fueron nuestro orgullo y nuestra fe».
Pamuk sobre Hugo
En cuanto crecí un poco, comenzó a desagradarme esa voz pomposa, rimbombante, presuntuosa y artificial de Hugo. Reaccioné negativamente a cómo en su novela histórica Quatre-vingt Treize describía durante páginas un cañón que se había soltado de sus maromas moviéndose a izquierda y derecha en un barco atrapado por una tormenta. En una de sus cartas, Nabokov, para denostar a Faulkner, demuestra con un ejemplo cruel cómo ha influido Hugo en este último («El hombre miró la horca, la horca miró al hombre»). Lo que más me ha interesado siempre de la vida de Hugo, y más me ha inquietado, ha sido su uso emotivo (¡en el mal sentido de esta palabra romántica!) de la retórica y la dramatización para crear un efecto de grandeza. A la pasión por la grandeza de Hugo le debemos algo de la idea del «gran autor junto al pueblo y la verdad», combativo y políticamente comprometido que tanto ha influido no sólo en los intelectuales franceses, de Émile Zola a Sartre, sino en toda la literatura universal. El hecho de que fuera consciente de su propia pasión por la grandeza, de que la consiguiera, lo convirtió en un símbolo viviente, o peor, en un monumento a sí mismo. Ese ser demasiado consciente de sí mismo al hacer un gesto moral o político ha provocado que sobre Hugo cayera una sombra de artificialidad que inquieta. En cierto lugar, intentando comprender «la genialidad de Shakespeare», él mismo dice que el mayor peligro de la grandeza es la falsedad.
Umbral sobre Galdós
Al modernismo Montesinos lo llama «efímero», pero lo cierto es que ha quedado en nuestro siglo XX con tanta pregnación como el 98 o el 27. O más. En pensadores como Ortega y Unamuno, que negaban a Rubén, hay modernismo. Y en el austero Machado. ¿Por qué efímero el modernismo y no los Episodios Nacionales, que son de trama infantiloide, como que los cuenta un niño?
Paz sobre Sade
OCTAVIO PAZ, Fundación y disidencia, Obras Completas II, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2000, pág. 960.