Chirbes sobre Pérez-Reverte


21 de noviembre de 2004

Cabo Trafalgar, de Pérez-Reverte. Otra forma de espíritu: revolución en el casticismo. Al parecer resulta excelente, no sé si correcta, no entiendo de eso, ni me he documentado, la reconstrucción de las batallas, el novelado de la terminología bélica y marinera. Eso dicen los críticos. Pero, y el pero es muy grave (y tiene que ver con lo que ayer escribía acerca del espíritu moderno y las diversas formas de entenderlo), el artefacto me produce repelús, un sentimiento de rechazo que, a medida que avanza el libro, roza la indignación. Me resultan insoportables los diálogos, que apenas ayudan a construir a los personajes; o, más bien, los destrozan. Pérez-Reverte está convencido de que como novelista puede hacer lo que le salga de los cojones (por usar el lenguaje que le gusta) y le brinda al lector un descabellado recital de lenguaje macarra, lenguaje de corte «vallekano», pura movida madrileña en boca de estos pobres hombres que tomaron sopas en el siglo XVIII, y, sin salirse de ese arbitrario espacio –por otra parte es lo suficientemente ancho–, ofrece un esperpento de rancio españolismo levantado en armas frente a lo gabacho, una forma de variante de Torrente, el brazo armado de la ley, en la que no faltan toques de lo que conocemos como prensa del corazón.

Algunas frases que dicen los personajes: «una cosa discreta, sufrida, fashion» (pág. 36); «como los enanitos del bosque, aibó, aibó» (pág. 39), «el pifostio» (pág. 51), «les meto a los ingleses… un gol que se van a ir de vareta» (pág. 68), «¿Cómo se dice poca picha en gabacho?» «Poca piché» (pág. 71), «¿cómo lo llevas, curriyo, pisha?» «Fatá, compare…vaaaag» (pág. 81), «Toma candela yesverigüe fandango, pa ti y pa tu primo. Tipical spanish sangría. Joputa. Yu understán?» (pág. 89), «la cosa está más claire que la lune, mon ami Pierrot» (pág. 99), o «Que se me tombe par terre la chorra…» (pág. 100).

Horacio Nelson, en el texto, se nos presenta como «un marino de pata negra», un «Jabugo de los mares». En la construcción del esperpento patriótico, da todo igual, pata negra o «Nati Mistrati» (pág. 168), el «zipizape» (pág. 215), o el camarero que dice «¿Oído barra?» (pág. 95). Churruca se casa con un yogurcito de buena familia, y los hay que «cantan la traviata» en la página 140. Y a eso los críticos sesudos lo tratan como novela histórica. «Yes, verywell». El autor es académico.

El artefacto va dirigido a un público de ideología (llamémoslo así) tan confusa como la que mueve las hinchadas de los campos de fútbol, vagamente irritado por el injusto trato que le da la vida, y tocado en sus valores patrios por algo que ha roto con lo que se supone que hubiera sido su buena vida de siempre: hay xenofobia (antigabacherío) y vindicación de la España de siempre: populismo de la España de los de abajo, siempre traicionada. Y el texto se abre a una profusión de proclamas contra la modernidad, y –de nuevo– a favor del pueblo irredento al que castigan, roban y desprecian unos señoritos finos amariconados y afrancesados. Lo dicho: Reverte derrocha dosis de populismo y demagogia. Aunque (y aquí entra la tradición interclasista del franquismo: escribimos después de ese huracán) los conceptos de «Valor» y «España» pueden unir a los de arriba con los de abajo. Así, Marrajo, el delincuente enrolado a la fuerza, quiere matar al teniente Macua, que fue quien lo capturó en la taberna y lo embarcó, pero acaba admirándolo, y peleando consigo mismo y contra los ingleses para ser un héroe como él. Al fin y al cabo, Marrajo y Macua son buenos españoles los dos. En el fragor de la batalla, Marrajo sube al palo mayor envuelto en la bandera española y abrasado por la rabia que le produce la muerte de un jovencísimo guardiamarina. El espíritu de sacrificio y el afán de redimir los viejos delitos lo llevan a una plusvalía de heroísmo, al éxtasis patriótico: se envuelve en la bandera española y se exhibe frente al poderoso tres puentes inglés («perros, hijos de la grandísima puta, aúlla») y trepa por los obenques, y, mientras «todos los ingleses del mundo y la perra que los trajo» disparan, él alcanza la cofa, desde cuya altura, grita: «¿Y sabéis lo que os digo, casacones jodiospolculo?… ¿Queréis saberlo? ¡¡¡Pues que me vais a chupar el cipote!!!» (pág. 252). En ese instante, «desde el navío inglés llega el clamor de los enemigos que lo vitorean» admirados ante tanto valor: página 253, y fin de la novela. ¿A que uno no se puede creer que alguien se atreva a escribir eso? Pues él lo ha escrito, y los críticos lo han alabado.

Ni siquiera en los años cuarenta del pasado siglo los novelistas del régimen se atrevieron a redactar un capítulo en ese tono (a lo mejor sí, las historias de la literatura no lo guardan y yo no lo recuerdo). Algunos se acercaron a eso. Tampoco sé si el guiño que Pérez-Reverte quiere hacer, con esta España madrastra que castiga a sus hijos, lo es a Galdós, y a los Episodios nacionales: en cualquier caso este Trafalgar resulta un exponente de cómo el franquismo –que heredó lo peor del primorriverismo, el populismo borbónico, el cuplé patriótico y el flamenquismo del que se queja Corpus Barga en sus memorias– se ha colado en la mirada de lo popular, apropiándose de ella. En la literatura española de después de Franco, cualquier novelista decente tiene que triturar previamente el tópico para reconstruir lo popular. No se puede incorporar lo popular desde una supuesta inocencia. Es necesario abrir un paréntesis. Cabo Trafalgar de Pérez-Reverte no es Trafalgar, de Galdós, ni el heroísmo de sus personajes es el de los soldaditos del Imán, de Sender, ese libro excelso escrito contra Dios, la Patria, el Rey, el Ejército que los defiende y la puta que los parió a todos ellos. Está más cerca de Pemán y, si estuviera mejor escrito y con más inteligencia, de García Serrano, de la novela militar de la posguerra civil (o de las humoradas de aquel Álvaro de Laiglesia, director de La Codorniz). Es un fruto tardío del franquismo, en la medida en que lo es el Torrente de Santiago Segura, o buena parte de lo grunge que ofrece El País de las Tentaciones, o los chistes de fósforos del locutor Carlos Herrera con su sevillanismo de cuartel posprimorriverista. Leyendo Cabo Trafalgar, cobra urgente actualidad La gallina ciega, de Max Aub. Ha ocurrido algo irreparable en la historia de España que no admite la espontaneidad, la inocencia; que exige cirugía al enfrentarse a ciertos temas, a ciertas formas. Digamos que parece que, después de Franco, ya no es posible un Arniches. La bonhomía popular que los franceses de mediados del siglo pasado encontraron en gente como Pagnol, o los italianos con el Don Camilo de Guareschi, aquí no cuajó. No podía cuajar. No hay arnichismo popular contemporáneo que no venga corrompido por el franquismo. Lo que me escandaliza de los personajes de Pérez-Reverte no es el lenguaje, ni los anacronismos que usa como chiste, sino lo que ese lenguaje traduce: los modales, el tipo moral a quien corresponde. No, no soy Virginia Woolf rasgándose las vestiduras por cómo hablan los personajes del Ulises de Joyce. Soy solo yo, que oigo el Viva España de los campos de fútbol, el Puto Valencia de los alicantinos, el moro hijoputa, o Catalán Polaco, o el rájalo, y tiemblo porque sé que ahí se incuba el huevo de la serpiente del fascismo que venga. Y esas son las maneras que homenajea Pérez-Reverte en su cuento, ese, y no el de Galdós, es el pueblo que le gusta: las agallas de Marrajo, a quien le da una pájara que no puede explicarse, una borrachera bélica, de la misma índole que la que le da al hincha que se encuentra arropado por la peña en el campo de fútbol. El gesto de Marrajo es justo el contrario del que lleva al Santiuste de Galdós a despreciar la guerra (qué delicadeza, qué sensibilidad en el tratamiento de todos los personajes galdosianos, cómo indigna que este Trafalgar de Reverte pueda asociarse con el del maestro), nada que ver con los soldados de Imán, con la rabia de su protagonista cuando le pone en la teta la banda a la cupletista con el latón de la medalla, basura patriótica. Sus posiciones morales son contrarias. Reverte escribe para los herederos de los oficiales africanistas que retrata Sender. Su modelo, más que Galdós, sería el Pedro Antonio de Alarcón del Diario de un testigo de la guerra de África, y ni siquiera, porque Alarcón tenía una elegancia que conseguía que el propio Galdós hablara de él con respeto, y, además, el escritor africanista expresa en su libro una ambigua relación con lo moro; el mejor antecedente literario suyo son los discursos patrióticos de Primo de Rivera padre, o los de Queipo en Sevilla con su perfume a coñac de garrafa. Desde luego, que a nadie se le ocurra buscarle antecedentes en las novelas de guerra de principios del siglo XX: Barbusse, Kraus, Remarque, Céline, o el propio Sender. Reverte se nos muestra como un atleta olímpico, campeón en el gran salto atrás. Hacer tragar como moderno lo que la historia había convertido en detestable residuo arqueológico. ¡Ah! Y repito: la crítica sesuda ha comentado favorable, e incluso admirativamente, el libro. ¿Alguien puede venir a explicármelo?


RAFAEL CHIRBES, 21 de noviembre de 2004, Diarios. A ratos perdidos, 2, Anagrama, Barcelona, 2021.

Onetti sobre Borges


MONTANER: En su conferencia usted se refirió a Borges en términos condenatorios. ¿Siente una especial animadversión contra Borges?
ONETTI: No, es solo por la posición política de Borges. Es la cosa más absurda que he visto. Contra los negros norteamericanos. ¡Las cosas que me ha contado a mí! ¡Demenciales! Recuerdo que en tiempos de Perón, a la caída de Perón, las contaba. ¡La cosa más absurda! Todo lo veía desde el punto de vista doméstico. Que la sirvienta se le había ido para trabajar en un club peronista, donde le pagaban menos de lo que su madre le pagaba, y ya no se podía vivir. ¡Tonterías! Algo increíble. Me acuerdo que iba a terminar la entrevista, yo me iba porque aquello no daba más, cuando, casi por casualidad, cayó la conversación en Henry James, y entonces Borges comenzó a hablar, y aquello era tan maravilloso que me volví a sentar y escuché absorto todo el tiempo que me pudo dedicar. Es muy grande la erudición literaria de Borges.


CARLOS ALBERTO MONTANER, Conversaciones con Onetti. De la literatura considerada como una forma de urticaria, Playor, Madrid, 1980, págs. 149-158.

Abad Faciolince sobre García Márquez


La tentación del arribismo es universal y su único antídoto es la soledad.

García Márquez convertido en ventrílocuo y amanuense de los poderosos. Eso me parece al leer su Noticia de un secuestro. Notario de Turbay, el presidente que lo obligó a irse del país para salvar el pellejo. Tener el punto de vista de la élite bogotana y no de la gente sencilla, de las personas sin nombre ni apellido, es lamentable. Es triste que el hijo del telegrafista de Aracataca no les dedique ni un párrafo a los choferes asesinados por los sicarios en el momento del secuestro. Ahí sí ni habla con los parientes ni se apiada del dolor. El duelo es el duelo de los importantes.

Su terreno de investigación, su investigación de campo se redujo a los salones bogotanos. Los salones de las familias bien de la capital, que, además, se burlan de él por corroncho, por sus sacos de mal gusto, por sus medias coloradas.

Soltar una nota destemplada en este coro de alabanzas, eso debo hacer. Si uso este tono, sin embargo, me dirán envidioso; envidioso porque no conozco la élite bogotana y porque su prosa es mejor. Su prosa es mejor, sin duda, incluso cuando es mala, pero mi interés por la élite bogotana no existe.

A pesar de toda la alharaca sobre el esmero periodístico, es una edición descuidada. Pese a toda la bulla sobre la verdad, es una verdad parcial y sesgada. Ya tengo el título de mi reseña: «La paja en el libro ajeno». Veo mi viga, pero también su paja.

No se trata de hacer populismo literario, pero este elitismo periodístico acaba por ser fastidioso. La muerte del vecino de mi mamá, Guido Parra, es absolutamente inexacta. Era un hijo de puta, es verdad, este Parra, era un aliado de la mafia, un abogado de Escobar, es verdad, pero en el texto de García Márquez parece casi justo que lo hubieran matado: y lo mataron después de obligarlo a ver cómo torturaban y mataban a su hijo de dieciséis años. Los vengadores que luchan contra Pablo Escobar son tan malos como él. El hijo de Guido Parra, un adolescente, se portó como un valiente, como un pequeño héroe, al tratar de defender a su padre, al interponerse entre los asesinos y él. Su valor reivindica toda la cobardía de su padre. Y lo torturaron, lo castraron y lo mataron delante de su padre, que ahí expió todo lo malo que hubiera podido hacer en una vida entera. Ese era un capítulo para contar, así formara parte del grupo de los malos, y García Márquez no lo hizo.


HÉCTOR ABAD FACIOLINCE, anotación del ¿9? de junio de 1996, Lo que fue presente (Diarios 1985 - 2006), Alfaguara, 2019.

Thoreau sobre Gibbon


Me da la impresión de que Gibbon es menos hombre y más estudiante de lo que había anticipado. El motivo de su Historia Romana, según él mismo confiesa, no fue otro que el deseo de fama. En sus puntos de vista religiosos, no diverge noblemente del resto de los hombres, sino que se excusa y se acomoda. Era ambicioso y vanidoso.

Lo oigo relamerse ante la perspectiva de un barril de vino que le iba a ser enviado de Inglaterra a Lausanne. No hay registro de ninguna acción suya temeraria o heroica, lo que habría valido por mil historias. Eso sí que habría sido Elevarse y Permanecer. Pienso en él como en el estudiante ambicioso que escribió la Decadencia y caída durante 56 años, obra que, a fin de cuentas, no me concierne a mí leer. 


HENRY DAVID THOREAU, anotación del 18 de diciembre de 1840 incluida en El Diario (1837-1861) - Volumen I, Capitán Swing Libros, Madrid, 2013, traducción de Ernesto Estrella Cózar.

Keller sobre La Fontaine


No me gustaron las "Fábulas" de La Fontaine. Las leí primero en una traducción al inglés y las disfruté solo con desgana. Más tarde volví a leer el libro en francés y descubrí que, a pesar de las vívidas imágenes y el maravilloso dominio del lenguaje, no me gustó más. No sé por qué, pero las historias en las que se hace que los animales hablen y actúen como seres humanos nunca me han llamado mucho la atención. Las ridículas caricaturas de los animales me ocupan la mente, excluyendo la moraleja.

Por otra parte, La Fontaine rara vez, o nunca, apela a nuestro sentido moral más elevado. Las cuerdas más elevadas que toca son las de la razón y el amor propio. En todas las fábulas se respira la idea de que la moralidad humana surge enteramente del amor propio, y que si este amor propio es dirigido y controlado por la razón, la felicidad inevitablemente surgirá. Ahora bien, hasta donde puedo juzgar, el amor propio es la raíz de todo mal; pero, por supuesto, puedo estar equivocada, pues La Fontaine tuvo más oportunidades de observar a los hombres de las que probablemente yo tendré jamás. No me opongo tanto a las fábulas cínicas y satíricas como a aquellas en las que monos y zorros enseñan verdades trascendentales.


HELEN KELLER, The Story of My Life, Project Gutenberg, noviembre de 2000, traducción de Google Translate + Mary Crónica.

Arendt sobre Zweig


En su último artículo, «The Great Silence» (ONA, 9 de marzo de 1942), escrito poco antes de su muerte, Zweig intentó tomar posición en política, la primera vez en toda su vida. En este escrito no aparece la palabra «judío»; por última vez, Zweig intentaba representar a Europa, a Europa Central, que se asfixiaba en silencio. De haberse pronunciado sobre el terrible destino de su propio pueblo, sin duda se habría aproximado a los países europeos cuya lucha contra el opresor fue también una lucha contra la persecución de los judíos. Estos sabían mejor que él, que jamás se preocupó por su destino político, que el horror está completamente desvinculado del hoy, «como si un hombre cayese de lo alto de una cumbre a causa de un fuerte empujón», pues para ellos el ayer no era en absoluto «ese siglo cuyo progreso, ciencia, arte y grandes inventos fueron nuestro orgullo y nuestra fe».

Sin la coraza protectora de la fama, desnudo y desposeído, Stefan Zweig topó con la realidad del pueblo judío. Había habido muchas formas de evitar convertirse en un paria, entre ellas la torre de marfil que era la fama. Pero la única forma de evitar estar-fuera-de-la-ley fue la huida y la peregrinación por el globo terráqueo. Esta difamación fue una deshonra para todo el que pretendió vivir en paz con los valores políticos y sociales de su época. No existe duda alguna de que fue precisamente para esto para lo que Stefan Zweig se entrenó durante toda su vida, para estar en paz con el mundo, con el entorno, para mantenerse elegantemente alejado de toda lucha, de toda política. Para este mundo, con el que Zweig hizo las paces, ser judío fue y es una deshonra, una deshonra que la sociedad actual, aunque no castiga con la muerte, castiga con la difamación, una deshonra para la que ya no hay escapatoria individual alguna en la fama internacional, sino única y exclusivamente en la política y en la lucha por el honor de todo el pueblo. 


HANNAH ARENDT, fragmento de "Los judíos en el mundo de ayer", crítica de las memorias de Stefan Zweig "El mundo de ayer", publicado en Viking Press, Nueva York, 1943, incluido en "La tradición oculta", Paidós Básica, 2020, traducción de R. S. Carbó & Vicente Gómez Ibáñez.

Pamuk sobre Hugo


En cuanto crecí un poco, comenzó a desagradarme esa voz pomposa, rimbombante, presuntuosa y artificial de Hugo. Reaccioné negativamente a cómo en su novela histórica Quatre-vingt Treize describía durante páginas un cañón que se había soltado de sus maromas moviéndose a izquierda y derecha en un barco atrapado por una tormenta. En una de sus cartas, Nabokov, para denostar a Faulkner, demuestra con un ejemplo cruel cómo ha influido Hugo en este último («El hombre miró la horca, la horca miró al hombre»). Lo que más me ha interesado siempre de la vida de Hugo, y más me ha inquietado, ha sido su uso emotivo (¡en el mal sentido de esta palabra romántica!) de la retórica y la dramatización para crear un efecto de grandeza. A la pasión por la grandeza de Hugo le debemos algo de la idea del «gran autor junto al pueblo y la verdad», combativo y políticamente comprometido que tanto ha influido no sólo en los intelectuales franceses, de Émile Zola a Sartre, sino en toda la literatura universal. El hecho de que fuera consciente de su propia pasión por la grandeza, de que la consiguiera, lo convirtió en un símbolo viviente, o peor, en un monumento a sí mismo. Ese ser demasiado consciente de sí mismo al hacer un gesto moral o político ha provocado que sobre Hugo cayera una sombra de artificialidad que inquieta. En cierto lugar, intentando comprender «la genialidad de Shakespeare», él mismo dice que el mayor peligro de la grandeza es la falsedad.


ORHAN PAMUK, Otros colores, Random House, 2008, traducción de Rafael Carpintero.

Umbral sobre Galdós


Al modernismo Montesinos lo llama «efímero», pero lo cierto es que ha quedado en nuestro siglo XX con tanta pregnación como el 98 o el 27. O más. En pensadores como Ortega y Unamuno, que negaban a Rubén, hay modernismo. Y en el austero Machado. ¿Por qué efímero el modernismo y no los Episodios Nacionales, que son de trama infantiloide, como que los cuenta un niño?

Otro pecado capital que Montesinos aplica al modernismo / parnasianismo / simbolismo es la indiferencia por el asunto. El asunto, para Montesinos, es el chisme galdosiano, asunto de portería o café de horteras. Todavía cree, como los consumidores de premios literarios, que la literatura es el «asunto». Y esto después del surrealismo, el estructuralismo y el deconstruccionismo. El profesor se ve que vivió en un sempiterno exilio cultural. Pero la literatura no es el asunto ni el estilo, sino, insisto, la capacidad de trascender y sólo es escritor el que tiene esa capacidad, por ejemplo Valle-Inclán. Galdós no trascendía, sino que todo lo descendía. Galdós es intrascendente.


FRANCISCO UMBRAL, Valle-Inclán: Los botines blancos de piqué, Planeta, Barcelona, 1997.

Paz sobre Sade


El toreo de Buñuel es un discurso filosófico y sus películas son el equivalente moderno de la novela filosófica de Sade. Pero Sade fue un filósofo original y un artista mediano: ignoraba que el arte, que ama el ritmo y la letanía, excluye la repetición y la reiteración.


OCTAVIO PAZ, Fundación y disidencia, Obras Completas II, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2000, pág. 960.

Marsé sobre Juan Goytisolo


Juan Goytisolo es el único escritor que conozco al que le gusta sacarse en procesión a sí mismo; incluso cuando habla de otros escritores, no hace otra cosa que hablar de sí mismo. Su enfermiza manía de que en España no se le reconocen suficientemente sus méritos literarios, que se le desdeña y se le ningunea, constituía no hace mucho tiempo una verdadera lata. Veo que sigue con el mismo rollo, y después de cabalgar a Blanco White, a Luis Cernuda y a otras sombras prestigiosas, ahora le toca al bueno de Manuel Puig.


JUAN MARSÉ, Respuesta a Juan Goytisolo, El País, 29 de julio de 1990. Todo el artículo AQUÍ

César Vallejo sobre Marinetti


La vida es una cosa. El arte es otra cosa aunque se mueve dentro de la vida. Y la simulación del arte no es arte ni vida. Los seres ordinarios y normales viven en la vida. Los artistas viven en el arte. Los falsos artistas o seres artificiales no viven en la vida ni en el arte. ¿Pero puede haber acaso seres que caminen por la calle sin pasar por la vida? Sí que los hay y de carne y hueso. El señor Marinetti constituye un perfecto ejemplar de esta fauna de seres artificiales. El hecho de que coma y duerma, no significa que esté en la vida y viva en la vida, y el hecho de que piense y escriba, no prueba que esté en el arte y viva en el arte. Los fantoches consumen también aire y espacio y se producen por líneas y formas pintorescas.


CÉSAR VALLEJO, fragmento de De Rasputín a Ibsen, publicado en El Comercio, Lima, 17 de marzo de 1929 y recogido en Prosas, Linkgua Historia, Red Ediciones, 2013, pág. 101.

Houellebecq sobre Prévert


Jacques Prévert es uno de esos hombres cuyos poemas aprendemos en el colegio. Resulta que amaba las flores, los pájaros, los barrios del viejo París, etc. Pensaba que el amor alcanzaba su plenitud en un ambiente de libertad; en general, estaba más bien a favor de la libertad. Llevaba gorra y fumaba Gauloises; a veces la gente lo confunde con Jean Gabin; por otra parte, fue él quien escribió los guiones de El muelle de las brumas, Las puertas de la noche, etc. También escribió el guión de Los niños del paraíso, considerado su obra maestra. Todas éstas son buenas razones para aborrecer a Jacques Prévert; sobre todo si uno lee los guiones que Antonin Artaud escribió en la misma época y que nunca se rodaron. Es lamentable comprobar que ese repugnante realismo poético, cuyo principal artífice fue Prévert, sigue causando estragos, y que la gente se lo atribuye a Leos Carax como si fuera un halago (del mismo modo que Rohmer sería sin duda un nuevo Guitry, etc.). De hecho, el cine francés nunca se ha recuperado de la llegada del sonoro; acabará enterrado por su culpa, y bien está.

En la posguerra, más o menos en la misma época que Jean-Paul Sartre, Jacques Prévert tuvo un éxito enorme; a uno le impresiona, a su pesar, el optimismo de esa generación. En la actualidad, el pensador más influyente sería más bien Cioran. En aquella época escuchaban a Vian, a Brassens… Enamorados que se besuquean en los bancos públicos, boom de natalidad, construcción masiva de viviendas de protección oficial para alojar a toda aquella gente. Mucho optimismo, mucha fe en el porvenir y un poco de imbecilidad. Es evidente que nos hemos vuelto mucho más inteligentes.

Prévert tuvo menos suerte con los intelectuales. Sin embargo, sus poemas rebosan de esos estúpidos juegos de palabras que gustan tanto en Bobby Lapointe; pero es cierto que la canción es, como suele decirse, un género menor, y que hasta los intelectuales tienen que distraerse. Cuando abordan los textos escritos, su auténtico medio de sustento, se vuelven implacables. Y el «trabajo del texto», en Prévert, siempre es embrionario; escribe con nitidez y verdadera naturalidad, a veces incluso con emoción; no le interesan ni la escritura ni la imposibilidad de escribir; su gran fuente de inspiración es, ante todo, la vida. Así que, con pocas excepciones, se ha salvado de las tesis de tercer ciclo. No obstante, ahora ha entrado en la Pléiade, lo cual constituye una segunda muerte. Ahí está su obra, completa y fijada. Es una magnífica ocasión para preguntarse por qué la poesía de Prévert es tan mediocre, hasta el punto de que uno siente a veces, al leerla, una especie de vergüenza. La explicación clásica (porque su escritura «carece de rigor») es completamente falsa; en realidad, a través de sus juegos de palabras, de su ritmo leve y nítido, Prévert expresa a la perfección su concepción del mundo. La forma es coherente con el fondo, que es lo máximo que se puede exigir de una forma. Por otra parte, cuando un poeta se sumerge hasta ese punto en la vida, en la vida real de su época, juzgarle según criterios meramente estilísticos sería un insulto. Si Prévert escribe, es porque tiene algo que decir; eso le honra. Desgraciadamente, lo que tiene que decir es de una estupidez sin límites; a veces da náuseas. Hay chicas bonitas y desnudas, hay burgueses que sangran como cerdos cuando los degüellan. Los niños son de una inmoralidad simpática, los gamberros son seductores y viriles, las chicas bonitas y desnudas entregan su cuerpo a los gamberros; los burgueses son viejos, obesos, impotentes, están condecorados con la Legión de Honor, y sus mujeres son frígidas; los curas son orugas viejas y asquerosas que inventaron el pecado para impedir que vivamos. Ya sabemos todo esto; podemos preferir a Baudelaire. O incluso a Karl Marx, que por lo menos no se equivocó de diana al escribir que «el triunfo de la burguesía ha ahogado los estremecimientos sagrados del éxtasis religioso, del entusiasmo caballeresco y del sentimentalismo barato bajo las aguas heladas del cálculo egoísta». La inteligencia no ayuda en absoluto a escribir buenos poemas; sin embargo, puede impedir que uno escriba poemas malos. Jacques Prévert es un mal poeta, más que nada porque su visión del mundo es anodina, superficial y falsa. Ya era falsa en su época; ahora deslumbra por su nulidad, hasta el punto de que toda su obra parece derivarse de un tópico gigantesco. A nivel filosófico y político Jacques Prévert es, sobre todo, un libertario; es decir, fundamentalmente, un imbécil.

Ahora chapoteamos desde nuestra más tierna infancia en las «aguas heladas del cálculo egoísta». Podemos acostumbrarnos a ellas, intentar sobrevivir en ellas; podemos también dejarnos llevar por la corriente. Pero resulta imposible imaginar que la liberación de las fuerzas del deseo sea capaz, por sí misma, de provocar un recalentamiento. Una anécdota cuenta que fue Robespierre quien insistió en añadir la palabra «fraternidad» a la divisa de Francia; ahora estamos en condiciones de apreciarla plenamente. Desde luego, Prévert se consideraba partidario de la fraternidad; pero Robespierre no era, ni mucho menos, adversario de la virtud.


MICHEL HOUELLEBECQ, Jacques Prévert es un imbécil, publicado en Letres francaises, Nº 22, julio de 1992, recogido en La alegría de los naufragios, Nº 7 y 8, año 2003, Huerga & Fierro Editores, traducción de Encarna Castejón, págs. 46 y 47.

Estudiantes sobre Hesse


Su arte [el de Hesse] es un hurgar libidinoso y neurasténico en la belleza, es una sirena seductora sobre humeantes tumbas alemanas que aún no se han cerrado. Odiamos a esos poetas, por muy maduro que sea su arte, que quieren convertir a los hombres en mujeres, que nos trivializan y nos quieren internacionalizar y convertir en pacifistas. Somos alemanes y queremos serlo eternamente. Somos los discípulos de Schiller, Fichte, Kant, Beethoven y Richard Wagner –sí, diez veces Richard Wagner, cuyo ardor clamoroso amaremos eternamente. Tenemos derecho a exigir que nuestros poetas alemanes (si están afrancesados ¡que se vayan al diablo!) despierten a nuestro pueblo adormecido, que le conduzcan de nuevo a los sagrados jardines del idealismo alemán, de la fe y la lealtad alemanas.


CARTAS DE ESTUDIANTES ALEMANES, recogido por Herman Hesse en Obstinación: escritos autobiográficos, Alianza Editorial, Madrid, 2004, traducción de Anton Dietrich, pág. 149.

César Vallejo sobre Valéry, France, Pirandello y Gómez de la Serna


El literato a puerta cerrada no sabe nada de la vida. La política, el amor, el problema económico, el desastre cordial de la esperanza, la refriega directa del hombre con los hombres, el drama menudo e inmediato de las fuerzas y direcciones encontradas de la realidad, nada de esto sacude personalmente al escritor de puerta cerrada. Producto típico de la sociedad burguesa, su existencia es una afloración histórica de intereses e injusticias sucesivas y heredadas hacia una célula estéril y neutra de museo. Es una momia que pesa pero no sostiene. Este infecto plumífero de gabinete es, en particular, hijo directo del error económico de la burguesía. Propietario, rentista, con prebendas o sinecuras de Estado o familia, el pan y el techo le están asegurados y puede escapar a la lucha económica, que es incompatible con el aislamiento individual. Tal es el más frecuente caso económico del literato de gabinete. Otras veces, el escriba se nutre el estómago de un tácito sentido económico, heredado de la psicología de clase de que procede. Carece entonces de renta, como vulgar parásito de la sociedad, pero disfruta de un temperamento que le permite practicar una literatura de gran cotización. ¿Cómo? "El artista —escribe Upton Sinclair— que triunfa en una época, es un hombre que simpatiza con las clases remantes de dicha época, cuyos intereses e ideales interpreta, identificándose con ellos". En una sociedad de aburridos regoldantes y de explotadores satisfechos, que, como decía Lenin, "enferman de obesidad", la literatura que más place es la que huele a polilla de bufete. Cuando la burguesía francesa fue más feliz y satisfecha de su imperio, la literatura de mayor prestancia fue la de puerta cerrada. A la víspera de la guerra, el rey de la pluma fue Anatole France. Hoy mismo, en los países donde la reacción burguesa se muestra más recalcitrante, como en la propia Francia, en Italia y en España, —para no citar sino países latinos— los escritores en boga son Paúl Valéry, Pirandello y Gómez de la Serna, cuyas obras contienen, en el fondo, una evidente sensibilidad de gabinete. Ese refinamiento mental, ese juego de ingenio, esa filosofía de salón, esa emoción libresca, trascienden a lo lejos al hombre que se masturba muellemente, a puerta cerrada.

Frente a esa literatura de pijama, que como el arte confinado de las piezas cerradas tiende actualmente hacia arriba pero para evaporarse, también con ese aire muy pronto se agolpa a los pulmones naturales del hombre, la libre inmensidad de la vida.


CÉSAR VALLEJO, Variedades, 1928, recogido por José Carlos González Boixo en César Vallejo y la vanguardia poética, incluido en La modernidad literaria en España e Hispanoamérica, de Carmen Ruiz Barrionuevo y César Real Ramos, Ediciones Universidad de Salamanca, 1995, Salamanca, pág. 220.

Camus sobre Sartre


Advenedizos del espíritu revolucionario, nuevos ricos y fariseos de la justicia. Sartre, el hombre y el espíritu, desleal.

*

Polémica T. M. — Pillerías. Su única excusa está en la terrible época. Algo en ellos, para terminar, aspira a la servidumbre. Soñaron con llegar siguiendo un camino noble, lleno de pensamientos. Pero no existe un camino real hacia la servidumbre. Existe la trampa, el insulto, la denuncia del hermano. Tras lo cual, el sonido de los treinta denarios.


ALBERT CAMUS, Carnets, 3 (Marzo de 1951 - Diciembre de 1959), Obras 5, Alianza Tres, Madrid, 1996, edición de José María Guelbenzu, págs. 241 y 242.

Henríquez Ureña sobre López Velarde


¿Este señor López Velarde es realmente el poeta del mañana? Lo que he leído de él no me parece bastante personal: hallo que recuerda a otros, y demás de esto, no tiene gusto depurado. ¿Por qué no haces que me mande su libro? Quiero conocerlo.


PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA, recogido por Alfonso García Morales en Poeta/ nacional/ moderno/ católico : notas sobre la recepción crítica de Ramón López Velarde; Biblioteca Virtual Cervantes, 2010, (AQUÍ)

Eliade sobre Joyce


He llegado a la página 163 de las Cartas de James Joyce, editadas por Stuart Gilbert. Casi tres cuartas partes de sus cartas están dirigidas a los editores, directores de revistas, agentes y críticos literarios y a sus amigos escritores. Habla casi exclusivamente de su obra, de lo que se escribe o se ha escrito sobre él, etc. Impresión deplorable y sofocante de homme de lettres y de pequeño funcionario a un tiempo. El en otro tiempo alumno de los jesuitas que se consagra completamente a una absoluta mediocridad, no hay nada de exaltante, de fanático, de místico o de loco en la tozudez con que empuja su obra en el mercado de las letras. Vive en "su universo literario". Lo que más parece interesarle es "imponer" su obra como se impone un nuevo invento o una nueva marca de coches. Es inagotable cuando se trata de la mercancía que quiere despachar.


MIRCEA ELIADE, anotación del 8 de abril de 1961, Diario (1945-1969), Kairós, Barcelona, 2001, traducción de Joaquín Garrigós, pág. 240.

Garro sobre Paz


¿El Premio Nobel a mí? ¡Uy, no, hombre! Fui una muchachita majadera, muy majadera. Él [Octavio Paz] cuidaba su carrera, caravanas aquí, caravanas allá. Buscó siempre el ascenso. Yo no he hecho más que meter la pata.


ELENA GARRO, recogido por Elena Poniatowska en Elena Garro: la partícula revoltosa, incluido en Las siete cabritas, Txalaparta, Tafalla, 2001, pág. 99.


Aleixandre sobre Valéry y Góngora


Todo lo que es rebeldía, no conformidad, sea virtud o vicio, tiene mi simpatía. La revolución y el crimen tienen a ratos mi mirada atenta, interesada [...] Por eso la poesía superrealista me atrae y es casi ya la única que entiendo [...] Por eso es comprensible que amores literarios de antes sean hoy indiferencias. Yo por ejemplo estoy harto, harto de Valéry. Y nuestro Góngora me parece muerto y sepultado y a tres mil quinientas leguas de lo que hoy siento por poesía.


VICENTE ALEIXANDRE, carta a Dámaso Alonso enviada el 1 de agosto de 1930 desde Francia, recogida por Julio Neira en La quimera de los sueños: Claves de la poesía del 27, Editorial Veramar, Málaga, 2009, pág. 157.

Los surrealistas sobre Claudel


CARTA ABIERTA AL SR. PAUL CLAUDEL, EMBAJADOR DE FRANCIA EN JAPÓN

Señor:

Lo único pederástico que tiene nuestra actividad es la confusión que siembra en la mente de los que no participan en ella.

La creación nos importa muy poco. Lo que deseamos con todas nuestras fuerzas es que las revoluciones, guerras y las insurrecciones coloniales logren aniquilar a esta civilización occidental cuyas miserias ustedes defienden hasta en el Oriente, e invocamos esa destrucción como el estado de cosas menos inaceptable para el espíritu.

Ni el gran arte ni el equilibrio existen para nosotros. Hace ya mucho tiempo que la idea de belleza murió. Solo queda en pie una idea moral, a saber, por ejemplo, que no se puede ser a la vez embajador de Francia y poeta.

Aprovechamos esta ocasión para desolidarizarnos públicamente de todo lo francés en palabras y en actos. Declaramos que la traición y todo lo que de una manera u otra puede dañar la seguridad del Estado nos parece mucho más conciliable con la Poesía que la venta de grandes cantidades de tocino por cuenta de una nación de puercos y perros.

Un singular desconocimiento de las facultades propias y de las posibilidades del espíritu es el que lleva periódicamente a buscar la salvación a los patanes de la especie de usted en una tradición católica o grecorromana. La salvación, para nosotros, no está en ninguna parte. Consideramos a Rimbaud como un hombre que perdió la esperanza en su salvación y cuya obra y vida son testimonios cabales de perdición.

Catolicismo, clasicismo grecorromano: quédense con sus santurronerías infames. Que les aprovechen como sea; engorden más, revienten bajo la admiración y el respeto de sus conciudadanos. Escriban, recen y babeen mientras nosotros reclamamos el deshonor de haberlos llamado de una vez por todas petimetres y canallas.

París, 1 de julio de 1925

Máxime Alexandre, Louis Aragón, Antonin Artaud, J.-A. Boiffard, Joé Bousquet, André Bretón, Je Carrive, René Crevel, Robert Desnos, Paul Eluard, Max Ernst, T. Fraenkel, Francis Gérard, Eric Haulleville, Michel Leiris, Georges Limbour, Mathias Lübeck, Georges Malkine. André Masson, M Morise, Marcel Noli, Benjamín Péret, Georges Ribemont-Dessaignes. Philippe Soupault, Dé Sunbeam, Roland Tual, Jacques Viot, Roger Vitrac.


CARTA ABIERTA AL SR. PAUL CLAUDEL, EMBAJADOR DE FRANCIA EN JAPÓN, Ediciones CNRS, 1982 (pág. 205-206), extraído de Wikisource Francia (AQUÍ)